Luis Carlos Sánchez es un comerciante de fritos que trabaja frente a la Universidad del Norte, que dona los alimentos que no se venden a comunidades indígenas de bajos recursos en la avenida Circunvalar. La solidaridad es el valor que por años ha caracterizado a este barranquillero.
Por Álvaro Redondo Milian
La solidaridad es un valor del cual muchos hablan, pero son pocas las personas capaces de brindar un apoyo en situaciones difíciles y sin ningún interés de por medio. Bien lo dijo alguna vez la oradora estadounidense Sally Koch: “Las grandes oportunidades para ayudar a los demás rara vez vienen, pero las pequeñas nos rodean todos los días”. Por esto, cada día más, se debe reforzar el valor de la solidaridad… es que nunca se sabe cuando tengamos que necesitar de otra mano para salir adelante.
Luis Carlos Sánchez Cantillo, o Carlos, como lo llaman las personas más cercanas, es un barranquillero técnico en Sistemas del Sena, pero que hoy, a sus 31 años, trabaja como comerciante en el norte de la ciudad. Su día empieza un poco antes de que el sol deje los primeros rayos de luz.
Son las 3:45 de la mañana, Carlos despierta en su vivienda, una casa grande y antigua heredada por su abuelo, ubicada en la Ciudadela Metropolitana, en el Municipio de Soledad. Allí, mientras su mujer prepara el desayuno y arregla a sus hijos para ir a la escuela, Carlos se sienta en el oscuro y fresco patio de su casa, enciende un pequeño bombillo con cables remachados que cuelgan de la puerta que da hacia el patio y toma un saco de naranjas. Entonces empieza a cortar y exprimir más de 50 naranjas que dan origen al popular jugo del negocio.
Cuando el reloj marca las 4:50 de la mañana, Carlos se baña y se viste. Desayuna. Mientras lo hace, toma su celular y realiza un par de llamadas a las personas encargadas de producir los fritos. Son César Ospino y Arturo González, pero es él la persona encargada de ir a buscarlos y llevarlos al local antes de 6 de la mañana.
Atender un local de fritos no es una tarea fácil. Para Carlos resulta un trabajo duro y a veces fastidioso, pero su actitud positiva y las ganas de salir adelante con su familia son el motor para labrar un mejor futuro.
Mientras el sol calienta las calles de Barranquilla y la mayoría de los estudiantes de la Universidad del Norte abandonan las instalaciones de la misma para ir hacia sus casas en busca de descanso y comida, Carlos sigue trabajando y ofreciendo una extensa variedad de fritos a todas las personas que pasan por el lugar. Lo curioso es que allí, en ese pequeño sitio que no mide más de 4 metros de ancho y de largo, es donde Carlos también es solidario con muchas personas. Actos que van desde regalar un poco de jugo hasta dejar algunos fritos más baratos a personas que no tenga el dinero completo. Son acciones que parecen pequeñas e insignificantes, pero que no lo son. Es la mano solidaria, una mano que siempre está dispuesta ayudar y, en cierto sentido, la misma con la que Carlos ayuda a otras personas.
Son las 9:15 de la noche. Luego de un largo día de trabajo, una luna brillante ilumina las calles de la ciudad. Carlos atiende a quienes estudian en la jornada nocturna, pero aún queda otro esfuerzo por hacer en este día laboral.
Cansado, él y su grupo de trabajo solo piensan en dos cosas: llegar a casa y descansar junto a la familia, y la segunda, antes de llegar, llevar los alimentos que no se alcanzaron a vender en el día y regalarlos a Yalcira, una joven indígena de 16 años que vende carbón a orillas de la avenida Circunvalar y que junto a sus hermanos espera a Carlos como una tabla de salvación. Allí entrega los alimentos que más tarde serán distribuidos entre los miembros de las comunidades indígenas que habitan alrededor de la zona circunvalar la ciudad. Son evidentemente otros tiempos.
Es otra vez una mano solidaria que empieza su accionar. Carlos repite que se le parte el corazón cuando ve las miradas de los niños. Hoy han tenido un buen día de venta: pasaron del millón. Al final, dice, siempre hay que dejar algo para el otro. En su negocio hay días buenos, regulares, malos y pésimos, pero lo animan tener un trabajo y recompensar.
Quizás historias como esta se repitan en muchos lugares del país. El valor de la solidaridad, en este caso expresado en un poco de comida, es importante, tal como repite Carlos temprano en la mañana. Una lección sencilla de convicción y amor.
Para todos los que nos formamos como contadores de historias en este particular espacio de tiempo, y en estos momentos cuando estamos buscando dejar atrás la piel de un reptil que, como país fuimos, es necesario aprender a armar memoria, sin perder los estribos, con pedazos sueltos, pedazos de acciones, recuerdos y olvidos.
Esta es una colección de historias que ofrecen oportunidades, historias quizá nuevas, quizá conocidas, pero todas escritas desde las perspectivas a veces juguetonas, a veces muy formales, de una serie de mentes fértiles de las que brota la necesidad de dar a conocer un país diferente a aquel que nos venden y que, tristemente y con frecuencia, compramos al precio más bajo.
#YoConstruyoPaís es la muestra inequívoca de que Colombia vale oro. Y a la vez es una invitación de El Punto y las jóvenes generaciones de periodistas de Uninorte -que no pasan de sus 20 años-, a pensar y proponer un país mirado desde la paz