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Por: Jhuliana Leones / Foto: Geraldine Muñoz.

El millo está siempre en el Carnaval. Es la flauta que todos reconocen como capitana de las raíces y que Emiliano desea que esté para siempre entre sus hijos.

A la orilla del arroyo, surge de la tierra el instrumento que eriza pieles y enciende corazones. El mismo que Emiliano Márquez, hombre de tez morena, cabello castaño y una sonrisa inmensa, tocó por primera vez a sus cinco años. Es su objeto más preciado.

Era un día soleado, en su natal Soledad. Las copas de los árboles les brindaban sombra a su familia reunida, el sabor de su pastel de cumpleaños era tan dulce como la mirada de aquel niño inocente, que no esperaba que un  regalo le cambiará la vida, su primera flauta de millo.

Aquella que siempre veía de reojo en las fiestas, aquella que requería un proceso de medir, cortar, covar el tallo de un carrizo, millo o corozo, por aproximadamente 5 horas para que con extremada dedicación en ese momento, yaciera en sus brazos.

Liano, como es llamado cariñosamente por su allegados, al acariciarla por primera vez con sus labios, quedó tragao´. Hasta hoy no se ha separado de una flauta de millo. Hoy, con 25 años de edad, lo primero que mete a su mochila de color marrón es su fiel compañera, aquella que lo ha acompañado en sus momentos de alegría y sus momentos de tristeza.

Márquez, con el brillo en los ojos, usual de una persona hablando de lo que le apasiona, enaltece a la flauta de millo como la maestra, el eje de los demás, como la capitana de las raíces y ritmos de un país, como la que no sería nada sin este instrumento.

Con la modestia que tiene un instrumento de 500 años sin modificación alguna, la clave para hacer el conocido “llamado de los pájaros” son muchos años de un amor inexplicable, de una caricia, de un beso perfecto, casi un matrimonio, que culmina en la fabricación de sonidos tan armoniosos como para que miles de oyentes lo sientan hasta en los huesos.

“Cierta vez un indio agarró una caña, se la cruzó en la boca y se disfrazó de turpial. Lo hizo tantas veces, por tanto tiempo y con tanta sinceridad, que una noche de cumbias la máscara se le fundió en el rostro y el hombre se transformó en pájaro. Jamás recuperó su estado original. Así fue como nacieron los cañamilleros”. Así,  entre mitos y leyendas que nadie se ha atrevido a desmentir, el origen de este instrumento emerge en el corazón de un pueblo caribe.

Junto con las Tamboras, Maracas, llamadores, Gaitas, tocando al unísono expresan la alegría, tradición e historia de toda una región y es que no hace falta que se sientan los Pre-Carnavales en enero para que Emiliano deje su oficio de contador a un lado, desempolve su flauta y junto a su grupo de millo se encaminen a una nueva aventura que los hace salir de la rutina y les llene el alma de gozo.

En una de esas aventuras, donde el sol de mediodía  era la alarma perfecta para informar que que la batalla más pacífica de todas, en donde las flores son protagonistas, daba inicio.  Emiliano, junto a sus compañeros de fórmula forman un círculo semi-perfecto, agachan su cabeza, bendicen sus instrumentos y terminan la oración con un Amén.

Después de su habitual ritual, y tomar agua suficiente para aguantar el trajín del gran cumbiodromo. Una duda surge de la nada ¿cómo sería una batalla de flores sin música raizal?

“¡Dios nos tenga en su gloria!”, expresa Juan, dándole un fuerte toque a su tambora, al mismo tiempo que una voz al fondo los llamaba. No seriamos nada, dice Emiliano quien deja que su flauta y su boca conversen muy amenamente, pasando a convertirse en el centro de atención.

Lo que para muchos, son una simples fiestas o una excusa para no laborar, para Emiliano y su grupo de millo es la oportunidad perfecta, para demostrar eso que guardan todo un año reprimido. Es una cuestión de magnetismo puro, cuando pasa un conjunto de millo, el mundo entero se detiene y mueve la cadera, sin conocerse bailan a un mismo ritmo. Cuando un flautero se pone la caña en la boca, todas las espinas atravesadas del hombre Caribe empiezan a enderezarse y a dominar el cuerpo.

Sentado en las grandes bancas de cemento con vista al río, sintiendo como el aire fresco entra en su sistema y el sol se encuentra a punto de ocultar su esplendor. A lo lejos, Emiliano observa a su hijo jugando con la hojas secas que cayeron del gran árbol que los resguarda. Resguardar, esa es la palabra que enmarca el legado cultural del millo, aquel que Emiliano espera regalarle a su hijo cuando este cumpla 5 años, para que como él, encienda corazones.

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