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Por: Sebastián Flórez

Ramón Valdez está sentado sobre el piso rasposo de su terraza . Es canoso y de unos 67 años. — Este hombre ya no cambia, eso muere así —, dice Katya, una vendedora de tinto que lleva varios años quedándose de vez en cuando en la casa de Ramón. Pues él, desde hace algunos años, decidió perder total conexión con el mundo que lo rodea.

A Ramón no le importa que opina Katya de él. Sin luz, sin agua, sin gas y sin internet es la vida que eligió cuando llegó a deber más de 7 millones de pesos en servicios públicos que no conseguía pagar. Zapatero de profesión, Ramón dice con sus manos llenas de callos y goma que vivir así es mucho mejor, no tiene preocupaciones y que así está menos propenso a que el gobierno lo controle, pues leyó que el Gobierno controlaba a la gente por los celulares una vez en internet.

¿Ramón ya vas a empezar con tus loqueras?, le pregunta Katya con tono burlón. Ramón no le hace mucho caso, se pone de pie y empieza a recordar cuando un 6 de febrero del 2017, recibió una llamada de celular de quien, según él, era un extorsionista. Dice que esta persona había robados sus datos de las redes sociales y que le dio miedo porque se sabía el nombre completo de su única hija. Luego de esa llamada, Ramón borró todas sus redes sociales y más nunca volvió agarrar un celular.

En su casa solo hay una silla, una caja de herramientas —con la que arregla zapatos de vez en cuando para comer y mandarle a su hija—, varios frascos de goma para zapatos y una colchoneta para no dormir en el suelo. “No necesito mucho” dice mientras busca unos zapatos que le mandaron a coser. La casa está en obra negra, le falta una parte del techo y solo tiene un cuarto con techo donde duerme la mayoría de las veces solo y otras con personas – en su mayoría trabajadores informales – le piden posada una noche, pues, no les alcanza para conseguir donde dormir.

“Él es un buen hombre ahí donde lo ves”, dice Katya y entonces recuerda todas las noches que ha pasado en esas 4 paredes con Ramón. “Él es un chamo muy respetuoso, nunca me ha faltado el respeto y se ha quitado la comida de la boca cuando lo que vendo no me alcanza ni para un pan”. Ramón es famoso entre los desafortunados del sector, puesto que, él dice que sabe lo que es “tener y no tener” porque ha tenido días en que se come sus tres comidas y otros en los que no come nada.

Pero no todo es color de rosa. A Ramón también le ha tocado pararse firme como dice él, pues algunos vecinos del sector lo que ven como una plaga e incluso se han corrido varios rumores que han llegado a afectar su tranquilidad en más de una ocasión.

Patricia es propietaria de una de las casas aledañas a la casa de Ramón, ella no vive en el sector, pero que alquila su casa para poder subsistir. — Para mí es un martirio que ese hombre viva por aquí, muchas veces no me quieren coger la casa porque les da miedo la gente que entra ahí o también recibo quejas de mis inquilinos porque les asusta que esa gente se meta a robar sus cosas –, dice Patricia con las cejas fruncidas.

Ramón sabe que a mucha gente le desagrada, que lo ven como un coleto y que incluso han esparcido rumores de que vende vicio para que la Policía llegue y lo saque de ahí. “La gente es muy mala con uno porque lo ven así, yo no le hago mal a nadie y al que puedo ayudar, lo ayudo”, dice Ramón mientras cose los zapatos que le dejaron de encargo.

—Caramba chica estabas perdida—, dice Katya cuando ve llegar a “Sarita” la única hija de Ramón y quien nació como fruto de una noche loca de Carnavales hace años. Sarita entra, saluda de beso a Ramón y se sienta en el piso junto a él. “Sarita es lo que yo más quiero en el mundo, lo poquito que hago es pa´ ella”, dice Ramón mientras agarra una porción de goma para terminar de pegar los zapatos.

“Sarita” tiene poco más de 27 años, pero para Ramón ella sigue siendo su niña. “Papi aún no acepta que ya soy una mujer, ya ahorita le traigo nietos”, dice Sarita mientras se echa a reír. La relación de Ramón con su hija no siempre fue buena, pues al principio ella no aceptaba su estilo de vida y mucho menos su exmujer. Pensaban que se había vuelto loco, de hecho, Ramón no tiene fotos con su hija y dice que así es mejor, pues la única manera de que le tomen una foto es que esté muerto.

Sarita dice que en su niñez le hizo falta su papá, pero que no le recrimina porque a pesar de todo “él siempre ha estado ahí” incluso cuando su mamá al no le permitía acercarse a ella y le decía que su papá estaba loco. — Cada loco con su tema —, dice Katya mientras coge su cafetera para irse a vender el café, no sin antes dejarle uno preparado a Ramón sin mucha azúcar como a él le gusta.

De Ramón se sabe poco, nunca habla de su familia, ni de su niñez y son temas que, como dijo explícitamente, “no prefiere tocar”. Prefiere hablar de lo escaso que está su trabajo y que cada vez más tiene menos clientes y tiene en razón. En Barranquilla, estos trabajos informales han disminuido tanto que muchos lo creen extintos. “Con tanto zapato barato que va la gente a necesitar de uno, ya no los mandan arreglar, los botan y se los compra nuevos”, dice Ramón.

“A veces vivo de lo que me dan”, revela Ramón. Tiene sus clientes fieles que son 2 o 3, pero que eso ya no es suficiente. Las cosas cada día están más caras y no sabe hasta dónde van a llegar. Antes comía con 10 mil pesos sus tres comidas y ahora sí es caso le alcanza para el almuerzo. “A papi yo lo ayudo con lo que puedo, él a veces me quiere dar lo poco que se rebusca, pero yo le digo que él lo necesita más que yo”, dice Sarita.

Al terminar de arreglar el zapato que le dejaron, Ramón se levanta y lo mete en una bolsa para tenerlo listo cuando lo vayan a buscar. Esta vez se vuelve a sentar en el piso junto a su hija y mientras se toma el café que le dejó Katya dice que él ya vivió lo que tenía que vivir. Que ya su vida no es mucho más de ahí y que al morir le piensa heredar la casa a su hija para que la viva como ella quiera, porque al final su felicidad es lo que más le importa.

“Yo hice muchas cosas en esta vida, una de las que me arrepiento y otras de las que no tanto”. Dice que él eligió la vida que lleva por gusto y que no la cambiaría por nada, ni nadie. Al caer la tarde noche, Sarita se despide de él y que volverá en unos días.

Finalmente, Ramón busca unas velas para llenar con un poco de luz su humilde casa y ruega para que no le llueva por la madrugada, pues se le inunda la casa y hace mucho frío. Ramón espera vivir unos 10 años más, ver a su hija comprometida y con su familia, dice que le pide mucho a Dios que su hija no siga sus pasos, ya que, dicho por él mismo, “Esto no es para todo el mundo”.

Es así como Ramón se ha mantenido como un ermitaño, no le hace falta nada del pasado y se siente en paz. Ya no vive con el estrés que vivía antes y que irónicamente sin nada es mucho más feliz. “Yo voy a seguir aquí ayudando mientras Dios me tenga con vida, no podré tener nada aquí en el mundo terrenal, pero sé que me espera mucho más en el cielo”, dice mientras deja entre ver una pequeña sonrisa a la que le faltan varios dientes.

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