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Por: Juan Camilo Riobó

Recuerdo perfectamente el día que todo empezó para mí. El 16 de marzo. La universidad 

había suspendido las clases, mientras que el coronavirus ya estaba llegando a la costa. Llegué aproximadamente a las cinco de la tarde a Cartagena, para pasar el tiempo de cuarentena en casa con mi familia. Además de mis padres y mi hermano, también estaba en la casa el hermano menor de mi mamá y su hijo de tres años. Siendo un estudiante de 20 años, el aislamiento ha sido un proceso de transformación. Como la Metamorfosis de Kafka, una terapia de shock.

Los primeros 15 días fueron los más sencillos, la única preocupación era decidir a quién le tocaba lavar los platos y repartir las labores del aseo de la casa. La mayor parte del tiempo estuve viendo películas o jugando videojuegos, no estaba en mi estado más productivo. Lo que no sabía, era que realmente estaba aprehendiendo el funcionamiento del hogar, no solo para convivir de la mejor manera posible con mi familia, sino también para ambientar el mejor espacio para transformar en un lugar de comodidad y abrigo en un lugar de trabajo. Aunque no lo sabía, esta fue una etapa de adaptación

Luego llegó el periodo de revelación. Este fue de los difíciles. Empezó con el mes de Abril y las clases virtuales. Parecía que iba a ser fácil, la primera semana los profesores solo nos motivaron a no desanimarnos. Las clases fueron más cortas y algunas ni siquiera fueron sincrónicas. Tal vez esto me hizo bajar un poco la guardia, porque mientras todos iban acostumbrándose, a mi me iba costando cada vez más. Se me acomulaban las lecturas, los trabajos y no alcanzaba a estudiar para algunas evaluaciones. Aunque me sentara a trabajar, me costaba mantener la concentración. A veces desviaba mi atención a las constantes conversaciones, la música proveniente de la sala, mi primito molestando a los perros o simplemente me veía interrumpido por el almuerzo. Fue una semana completa de caos.

Le escribí a mi antigua psicóloga y resulta que el TDAH (Trastorno por Déficit de Atención e Hiperactividad), que me diagnosticó (con tendencia depresiva) hace varios años, se pronunció un poco por el cambio drástico que estaba viviendo. Básicamente, el TDAH es un trastorno en el desarrollo neuronal que, como su nombre lo dice, afecta la capacidad de atención de la persona, de controlar conductas impulsivas y/o la hace extremadamente activa.

En mi caso, tengo más problemas con la atención y la impulsividad. Es mi don. Tengo la maravillosa habilidad de leer un texto en voz alta y tener la mente en la casa de gomitas de la calle de la piruleta, pensando en algún chiste o recitando mentalmente el diálogo de la interrogación que le hace Lord Farquaad a la galletita de jengibre en la primera película de Shrek.

La etapa más larga fue la de negación, perdí completa noción del tiempo. Pasé de dejar mis trabajos para el último momento de entrega a directamente no hacerlos. En mi mente, no tenía tiempo. Mi horario estaba lleno. El tiempo entre cocinar el almuerzo y sacar a los perros a pasear era muy corto para trabajar; entre reposar la caminata y ver videos de youtube, me tenía que bañar; y entre jugar videojuegos y dormir, estaban las videollamadas.

Las videollamadas… ya me distraía suficiente yo solo, entonces había encontrado una nueva distracción. Una distracción con nombres y apellidos que no mencionaré porque no planeo hablar mucho de ella. Después, se dañó mi celular, y los profesores usaban más whatsapp que el correo electrónico, incluso para mandar los enlaces de las clases. No hacía los trabajos y, ahora, tampoco iba a clase. 

Mi dependencia emocional, causada por la depresión, hacía que necesitara de la compañía de las personas más allegadas a mí y, como podrán deducir, es más difícil ofrecer compañía a alguien durante una pandemia. Los trabajos en grupo sentían que no estaba siendo comprometido con mis cosas, podía intuir el hostigamiento de mis compañeros cada vez que les escribía pidiéndoles algo o pidiéndoles perdón por no hacer lo que tenía que hacer.

Adicionado a eso, estaba la presión de mis papás. Como si no fuera suficiente verme subido de peso en el espejo, verme perdiendo el tiempo o verme sin trabajar, ellos todos los días me lo han recordado, es su forma de demostrar que me quieren y que se preocupan. Pero es un peso adicional que termina sumando a la ecuación. 

Por separado, pueden parecer situaciones insignificantes. Pero mi mente las agrava. Se sienten como golpes fuertes y, cuando todas suceden al mismo tiempo, suelen desmotivar y empeorar mi actitud ante ellas. Es un bucle que degenera cada vez más mi salud mental.

Ahora mismo estoy en la etapa de la aceptación. Mientras veo a mi distracción usar su celular en otra ventana, detrás del Drive en el que estoy escribiendo esto, el último de mis trabajos pendientes del semestre. Después de una semana y media de no hacer más nada que  trabajos, evaluaciones y exposiciones sin descanso. Con momentos de distracción, pero no de descanso.

Lo difícil es empezar, tomar la decisión de dejar de hacer lo que estás haciendo para hacer lo que tienes que hacer. Creo que simplemente llegó el momento en el que me di cuenta de que se me iba a acabar el semestre. Iba a desaprovechar la condescendencia de los profesores, que también estarán abrumados por sus cosas y también se les dificultará sus obligaciones en cuarentena. Sin embargo, encuentro siempre motivos para esforzarme. Puede ser una distracción, un miedo o una presión, pero es mi deber canalizar esos sentimientos y proyectarlos en lo que hago.

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