Por: Claudia M. Quintero Rueda
Ramón y Cajal. Venían conmigo la ilusión y el miedo de una ciudad nueva, un país y un continente nuevos por los próximos cuatro meses y medio. También una maleta de 21 kilogramos, una mochila Wayúu, un bolso lleno, un portátil de 15 pulgadas y un papel con la dirección. Y claro, libros de García Márquez y Gossaín.
Había volado de Barranquilla a Bogotá el 9 de septiembre, para que el Consulado de España me sellara el pasaporte. El 14 crucé el Atlántico. Once horas de vuelo, dos filas y un hisopado nasal después estaba en Madrid. En una de esas filas, una señora del Tolima, Colombia, conversa conmigo. Me cuenta que su hija está haciendo una investigación doctoral en la ciudad y que, si quiero, me puedo ir con ella para que me explique qué tren debo tomar para ir a mi destino. Por supuesto que sí, le dije. Y, como cosa de colombianos, ya nos estábamos contando la vida a veinte minutos de habernos conocido.
De Europa sabía lo que aparece en las noticias, las películas y lo que nos decían en las clases de historia. Que son el Viejo Mundo. Que los países que la conforman están desarrollados y que nos colonizaron. Poco me importa eso ahora.
Lo que venía buscando, y sigo buscando, es una mirada distinta del Nuevo Periodismo que tenemos como columna vertebral en América Latina. No mejor ni peor, distinta. Aunque confieso que me quedo con la forma que tenemos de contar las realidades que observamos. Sobre todo, la de las personas del Caribe colombiano, que parecen hacerte sentir dentro de lo que sea que te están narrando por sus estilos.
Ese septiembre fue como un huracán. Llegué tarde a las clases y el desorden en la universidad lo hizo más caótico. El piso que había pagado, y en el que no se podía fumar, hasta con moñitos de marihuana me encontraba en los pasillos. Por esas cosas de la vida, la hija de la señora que había conocido en el aeropuerto se iba del país y me pase a su piso. Coincidencias. Aunque agradezco cada día la posibilidad de estar viviendo un sueño, sí que fue difícil ese primer mes. Al que se le sumaba el Jetlag de siete horas de diferencia.
Un alma caribe dentro de un cuerpo de 1.51 de estatura en medio de una ciudad con personas grandes y lejanas. Hasta los perros son más altos. Como diría Lisa, una chica francesa de Erasmus que estuvo en Colombia: “Yo me preguntaba si es que les cortaban las patas a los perros, ¡porque son tan chiquitos!”. Así como yo.
Un alma caribe, que atesora el sabor del queso costeño con bollo y mazorca, y un café frío a las 3 de la tarde de un agosto en Barranquilla, no deja de hacer fotos de la salida del sol a las 8 de la mañana de camino a la universidad, tampoco deja de escuchar, atrevidamente, las conversaciones de personas en el transporte público o en las calles.
Las jóvenes se cuentan con los chicos que han salido y hablan de métodos anticonceptivos con la libertad y naturalidad que en Colombia se habla de los robos y atracos. Allá hablar de planificación reproductiva sigue siendo un tabú. Y ni qué decir de la libertad de caminar en las calles a la hora que sea sin ninguna frase vulgar sobre tu cuerpo. En Barranquilla, solo es que camines una calle, y ya tienes a un hombre con los ojos clavados en tu culo.
El Madrid de calles y edificios enormes es también una ciudad de gente que corre de un lado a otro en las estaciones de metro, de personas que parecen interesarse poco por el otro y de decir que no cuando les da la gana, sobre todo, de mujeres valientes e independientes.
Es, también, la realidad de estar escribiendo sobre Madrid en Madrid y la posibilidad de absorber lo bueno que pueda para dar frutos en mi terreno. Aún no me creo. Mientras lo vivo, voy leyendo los libros que voy tomando prestados en las bibliotecas públicas y la brisa del invierno, que cuando escribo esto apenas comienza, me golpea en la cara al subir las escaleras que dan a la calle en la parada de Begoña.
Aunque cuando vuelva no será agosto, lo primero que esta alma caribe va a hacer es tomarse un café frío y comerse un matrimonio de bollo con queso en el calor de Barranquilla, que más allá del clima tropical, es propio de la cercanía de su gente. Y, por supuesto, llevar de lo que vine a buscar.
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Carla lubo
Espectacular.