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El Carnaval de Barranquilla no solamente es baile, brillo y gozadera. Algunos se levantan incluso antes de que un atisbo de luz ilumine el cielo. Estas personas están detrás de las carrozas, al lado de los palcos, en una esquina, sudando bajo el sol inclemente, viendo a los demás divertirse mientras les toca camellar para ganarse el pan que alimenta sus bocas antes de irse a acostar.

En medio del jolgorio, la algarabía y las risas, los asistentes se sientan en los palcos, las carrozas empiezan su recorrido y junto a las comparsas, las calles toman vida como por arte de magia. Como si el Carnaval de Barranquilla hubiese traído consigo ese mundo de fantasía, del que todos quieren hacer parte.

 

 

Pero, entre la multitud de caras sonrientes, hay otras que no lo están tanto. Éstas se sientan cansados a un lado en las aceras, donde nadie las ve. Quizás esa sea la intención: que ningún ser, barranquillero o foráneo, se percate de su existencia, de sus vestidos poco ostentosos o la nulidad de grandes ornamentos en la cabeza.

Van con camiseta y bluyín cargando pesados parlantes, arreglando las faldas de las carrozas y vendiendo botellas de agua a aquellos transeúntes que se tambalean entre la muchedumbre.

 

Aunque parece una fiesta hecha por dioses, el Carnaval no es más que una celebración de mortales. Son personas que se levantan desde muy temprano para hacer que la magia ocurra, y que usan sus manos para conjurar el hechizo que le da vida a la fiesta más importante del Caribe colombiano.

Y allí, cuando el picó se apaga, el cumbiódromo vuelve a ser una de las vías más transitadas de la ciudad y Joselito yace en su tumba, aquellos que obtuvieron ‘pies hinchados‘ por trabajar y no zapatear hasta que saliera el sol, repetirán su jornada. Esta vez, no hay reflectores entre la brillantina, la música y las danzas pero a estos poco les importa. Para ellos nunca los hubo. 

 

 

Comunicador social-periodista

rochai@uninorte.edu.co