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Por: Giuliana Garzón

Cuando me lo mencionaron, imaginaba encontrarme con un enorme castillo, casi como los que se ven en las películas. Empecé a buscarlo y quedé confundida, pero con más ganas de visitarlo. Al llegar, me encontré con una enorme pero bonita edificación amarilla de tres pisos, con una fachada simple, techos de teja, ventanas de hierro y extensos pasillos. ¿Esa casa gigante es el castillo? En fin, aquel “castillo”, ha sido de todo, utilizado por muchos, apadrinado por varios, le otorgan funciones que nunca tuvo o tal vez sí. Aunque muchos dicen conocerlo, nadie habla con certeza sobre él y para cada quien, tiene un valor, uso y significado diferente.

Su actual nombre hace pensar en la realeza, deja mucho a la imaginación, sublime, majestuoso. Y aunque no es ninguna de esas cosas, sí tiene mucho que contar, impregnado de historia y rumores. Su aspecto no es el mejor, pero se ha hecho lo posible para que luzca decente y mejorado. El azul índigo que lo rodea embellece cualquier defecto, nubla todo problema, pero es el fuerte golpe de las olas lo que hace regresar a la realidad.

El fuerte de San Antonio o como se conoce hoy en día, el Castillo de Salgar, aunque de castillo solo tiene el nombre como dicen por ahí, carga en su estructura más de 200 años de historia. A pesar de su fama, lo más común que responde la gente es que fue construido en Salgar, corregimiento de Puerto Colombia, Atlántico en 1806 por la Corona española, y que sirvió de protección de incursiones piratas.

Para los más ancianos, significa mucho. Antonio Ocampo de 83 años, lo ha visto crecer y lo ha visto desmoronándose, ha presenciado sus mejores épocas cuando le hacían uno que otro arreglo y era concurrido por la gente, ha presenciado pedidas de mano, matrimonios al aire libre con él y el mar de testigo. También lo ha visto en sus peores momentos, solo, abandonado a su suerte, uno que otro perro que se acerca a merodear y uno que otro personaje que necesita más que la vista y la paz del lugar para desconectarse del mundo y solo van a “meter vicio y dañarse”, agrega él.

Del castillo se ha dicho de todo, por ejemplo: que funcionó de Aduana Nacional, pero, para Luis Eduardo de 76 años, otro admirador y habitante de la zona, eso es mentira, según él, “el castillo nunca fue aduana, siempre han querido otorgarle algo que no es. La verdadera Aduana quedaba ahí mismito en Sabanilla”.

La historia del lugar afirma que, en su mejor época, sí sirvió de Aduana Nacional y que, gracias a él, se lograba conectar el Muelle de Puerto Colombia con la Estación Montoya en Barranquilla. Luego de esto, se convirtió en un punto de control, después en una prisión, institución educativa, instituto para personas discapacitadas, escuela de bellas artes, hasta llegar a lo que es hoy en día, un restaurante y centro de eventos.

Pero eso no es nada a comparación de sus otros rumores o hechos, no se habla de él con certeza. Unos cuentan que en la noche el castillo no es tan solitario como parece y que lo acompaña la aparición de la novia de Puerto Colombia. También se dice que, en el vaivén de sus olas, trae consigo los cadáveres de los ahogados de Salgar. Aunque se digan muchas cosas de él, lo que sí es un hecho es que no se puede descuidar o si no, los amigos de lo ajeno hacen y deshacen con él y con sus visitantes.

Aun así, se hace querer. El hermoso panorama que ofrece a los ojos de los visitantes y turistas hace olvidar cualquier historia, rumor y tragedia que quiera impedir que decenas de personas vengan a recorrer su verde terreno y a acampar bajo la inmensidad del cielo azul alejado de todo. Copas de vino, manteles de picnic, canastas con comida, enamorados declarando su amor, parejas en citas fuera de lo convencional, grupos de amigos escuchando música, familias haciendo su paseo de domingo mientras toman fotografías, esa es la vista que adorna al amarillo y curioso castillo.

Las aves pasan y cantan mientras los pescadores lanzan sus atarrayas, los niños corren por un angosto camino de piedras y bajan a bañarse a la orilla de la playa. Para quienes viven cerca, nada en lo que respecta al castillo es nuevo o sorprendente, hace parte del paisaje y es como un adorno más.  Así sucede con José Ignacio y sus compadres de Salgar: toda su vida han vivido en el pueblo y solo han ido al castillo una vez.

José dice que no les llama la atención, que saben lo necesario. “Eso era de los españoles hace muchos años, también fue una cárcel, algo así”, señala él.

Y es que es sorprendente cómo entre más cercano sean al lugar, menos saben y menos les interesa conocer la historia del castillo. Es que hasta los mismos guardias de la zona no tienen ni la más mínima idea sobre su historia o lo que sucede allí. Solo saben que mantiene en remodelación. Eso sí lo puedo corroborar, pues del castillo solo se podía ver la parte superior debido a que las entradas estaban rodeadas en teja de zinc. 

El sol cae y con él se lleva el ruido y las voces de los visitantes, vuelve a quedar solo, vacío, en silencio. A su cargo queda un hombre cuidando el lugar junto a dos perros que, aunque no infunden miedo sino ternura, lo hacen sentir protegido. Cae la noche y en aquel lugar, sobre el azul del mar, quedan flotando las ideas prometedoras de que, por fin, algún día el castillo se pueda convertir en ese hermoso y renovado mirador, mientras eso sucede, seguirá siendo simplemente el castillo que no parece castillo.

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