Por: Juan David Herrera
La reconciliación es sin duda uno de los desafío más grandes de nuestro contexto. ¿Estamos preparados para pasar la página?
La violencia, máquina de matar que nos acecha y divide o, lo que es peor, nos acostumbra a ella.
Afirmar que la horda de sangre que ha visto el país ha sido nociva es un eufemismo. En realidad, aunque cueste decirlo, ha perforado nuestra forma de ver el mundo y la visión que él tiene de nosotros, una etiqueta nefasta de verdugos.
Nacimos en medio del salvajismo y paulatinamente lo hemos normalizado. Desligar la violencia de su componente peyorativo significa cerrarle las puertas a la paz.
El populismo punitivo es la representación de una sociedad que decidió vencer la maldad haciendo uso de ella misma, vaya oxímoron.
Una de las grandes consecuencias del ciclo de barbarie ha sido el estancamiento del país en materia de desarrollo económico. Cerca de 411 billones de pesos se han destinado a la causa bélica en poco más de cincuenta años de conflicto, según cifras del Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz (INDEPAZ).
Sumado a lo anterior, el sinfín de producciones audiovisuales, escritas y demás sobre el tema violencia, que terminan por, hasta cierto punto, hacerla ver como algo normal, generan una sociedad de autómatas que ya no sienten pudor ante el dolor ajeno.
Es tal el trauma sufrido que no ver en las noticias hechos relacionados con la coerción nos parece extraño. El miedo es el plato preferido de una sociedad pacata que se deleita ante los vejámenes de un conflicto que creen lejano.
En aras de superar lo expuesto anteriormente es menester vencer, como lo denomina Norberto Bobbio, la ciudadanía de sumisión.
El posconflicto con las FARC se enfrenta al gran obstáculo de una sociedad lacerada hasta el más mínimo ápice, que al crecer en un contexto de matanzas diarias todavía no se ha dado cuenta que los fusiles dejaron de disparar.
El simple hecho de que haya una discusión, a mi juicio infundada, acerca del tema paz solo refleja que hay un sector del país al cual la guerra le genera divisas, y otro tanto que le tiene miedo a la convivencia pacífica.
Debo decir también que no es en balde el recelo hacia la paz, teniendo en cuenta las más de ocho millones de víctimas que dejó el enfrentamiento armado.
Es normal tener miedo, pero este no nos puede privar de abrir los brazos para la construcción de un país mejor con la bandera blanca como estandarte. La oportunidad de dar estocada final a la violencia está frente a nuestros ojos, no está permitido escatimar en ello. Es hora de pasar la página.
En esta coyuntura las narrativas toman trascendencia, pues su valor radica en la posibilidad de cimentar la paz desde unas bases discursivas que la solidifiquen y, por esa misma línea, derriben las falacias que se tejen alrededor de ella.
Uno de los pilares fundamentales sobre los cuales se debe construir el posconflicto es el perdón y la reconciliación. Empero, mientras se pinte un panorama lúgubre sobre la prematura paz, la confianza en esta quedará vacía y la regresión a las armas será una posibilidad.
La reconciliación es sin duda uno de los desafío más grandes de nuestro contexto. ¿Estamos preparados para pasar la página?
Es poco alentador el futuro si se tiene en cuenta las estadísticas del Barómetro de las Américas, que muestran una tendencia en picada sobre las expectativas de reconciliación. En 2016 un 49% del universo encuestado creía en la posibilidad de reconciliarse con los ex-combatientes, en el 2018 el número ha caído a 24%, lo que denota una clara apatía al futuro de la paz.
Sin embargo, me caso con la idea de que es posible cambiar la tendencia y construir un país donde quepamos todos.
Se camina por una delgada línea entre el paso a la construcción de una país con cimientos de paz que no vea el disentir político como un imperativo de muerte, sino como la prueba tácita de que no hay regocijo más puro que el pensar diferente.
Para dar el primer paso es necesario cerrar las brechas históricas, cambiar las narrativas bélicas que solo producen rencillas y segmentación pero, sobre todo, perdonar.