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Por: Fabián Torres

El Dr. Luis Rendón es un veterinario que lleva más de 40 años siéndolo. En esta crónica se tratan algunos aspectos de su vida, su trabajo y algunos hechos relacionados a la consulta de un gato llamado Apolo.

Encima de una mesa de metal hay un gato blanco con manchas marrones y amarillentas que tiene una línea de baba de color de agua de arroyo cayendo desde su boca hasta sus patas enfermas. Al lado de él, un señor canoso y bajito que lo agarra por todos lados le abre la boca, los párpados, le revisa los oídos, con la rapidez de un carnicero. Pero él busca hacer lo contrario a un carnicero. El Dr. Luis Rendón quiere ayudar a ese hermoso gato, no acuchillarlo. Mientras lo revisa, diagnóstica a ojo y sugiere exámenes, dice: vamos a hacerle el examen de SIDA viral. Eso casi siempre es leucemia. Su asistente, mucho más alto que él y vestido de azul, le inyecta una jeringa y saca tal vez un poco más de sangre de la que necesita para el examen que le hacen ahí mismo. En un rectángulo plástico más pequeño que una tarjeta, hay dos huequitos circulares al lado de dos franjas, ahí, en los huequitos, el asistente coloca unas gotas de sangre. El veterinario Luis le hace una bendición al plastiquito y se aleja de la mesa. A cada franja, supongo, le corresponde cada una de las dos enfermedades.


– ¿Cómo va? – pregunta el veterinario desde otra mesa.
–Va ganando él ¬– dice el asistente reclinado mientras ve el plástico.
Después, en cada franja aparece una barrita. ¿Y eso qué es? Que salió negativo en ambas. Qué bien. Menos mal no lo saló con tantas advertencias.

Foto de Apolo, del 2019, cuando tenía salud.

Luis Rendón
Hace más de 40 años, sin orientación vocacional, el entonces joven Luis Rendón con un grupo del pueblo se fue a Montería a la Universidad de Córdoba a presentar el examen de admisión, que pasaron. Desde ese momento la carrera hizo que se sintiera muy bien, muy realizado. Le gustaba, pero ahora reconoce que tal vez en el fondo lo que quiso ser fue profesional (o sea, un médico humano) por ser las carreras con mayor importancia en ese momento las medicinas humanas. Su amor por los animales cree que le vino de niño viviendo en el pueblo con fincas, donde había caballos y perros, animales que le encantan. Ya graduado, hecho médico y salvando vidas supo que no había “vuelta atrás”.

Dr. Luis Rendón
Ahora el señor Rendón lleva una vida dedicada a la lectura, al estudio de la biología, la ciencia y la vida para poder mejorar cada día en su trabajo. Prueba de ello tal vez sean la gran cantidad de certificados que hay en su consultorio y oficina con su nombre escrito de distintas formas: Luis Noé Rendón V., Luis Rendón, Luis Rendón Vásquez, etc. Dice que no hay nada de su profesión que no le guste. Trata a todos los animales, silvestres y domésticos. Lo hace con el amor por los animales que lo ayuda a no cansarse mientras continúa cada día su labor.
Dice que con la pandemia se ha cambiado la forma de ver a los animales, porque el amor de la gente por ellos ha crecido. Antes, dice, los animales y los veterinarios “valían nada”. Ahora se preocupan más por su salud y cuidado.
Su amor a los animales va tan lejos que trata gratis a los animales de las personas que no pueden pagar sus servicios.


La eutanasia
Este oficio que se propone la buena vida y la cura de enfermedades de los animales también puede buscar la muerte, si lo que se propone no lo consigue. Ese es el momento de la eutanasia.
–“Es una sensación de frustración, de impotencia, pero eso a veces toca. Cuando ya el cuerpo y el sistema colapsa y el animal está sufriendo, lo indicado es hacer que descanse el animal. Pero siempre hay que reunir unos criterios para tomar la decisión […]”.



Dos días de estar en la mesa de metal, Apolo, el gato, vuelve al consultorio de la veterinaria del Dr. Luis para que le pongan unas inyecciones. Mientras espera dentro de un guacal encima de las piernas de quien escribe, las mías, al lado de una estantería llena de medicinas, el Dr. habla con una señora que al parecer le cobraron más de lo debían en otra veterinaria, porque el perro que llevó es (o era, no sé si lo adoptó) de la calle, y por eso le hicieron más exámenes de la cuenta, para que no contagiara al resto de perros de la veterinaria. O eso me pareció oír a mí, que no soy chismoso pero tengo buen oído. Después, entran todos al consultorio y continuaron la conversación:


–Ah, ¿esa es la veterinaria de una que tiene el pelo por aquí? –dice el asistente mientras se señala los hombros.
–De esa… Exactamente.
–Ah, es que ella es así.


El Dr. Luis hace unas llamadas mientras revisa un montón de papeles. Apolo está ahí, en la mesa, al lado de dos pedazos de sus heces que hizo dentro del guacal camino a la veterinaria. El asistente las recoge después de mi sorpresivo “yerda” (o “ñerda”, como prefieran).
Dentro de un cuarto más cerrado y en otra mesa de metal, el doctor empieza a inyectar al gato. Yo lo agarro por las patas para que no rasguñe, el asistente por el cuello para que no muerda y el veterinario tiene la jeringa para curarlo. Cuatro inyecciones. Y afuera, otra. Pobre gato, como un colador lo dejaron. Después de eso no volvió a salir del guacal.
Por último, escribe los medicamentos que debe tomar, gotas y pastillas. Todos los días, diferentes cantidades de cada uno.
– ¿Y cómo se los doy? – le pregunto por lo difícil de darle todo eso a un gato que ni quería comer de su comida.
El veterinario abre las gotas y se coloca unas cuantas en su boca.
–Pues así.