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Por: Gloria Hernández Aníbal

Cada año, la danza de los goleros y los diablos arlequines de Sabanalarga deleitan en los carnavales de Barranquilla. En 2019, los goleros cumplen 100 años. 

Más sabe el diablo por golero que por diablo. Eso dicen en Sabanalarga.

Los rumores que se escuchan en cada esquina sobre la metamorfosis que sufre un golero para convertirse en un diablo toman más fuerza en épocas carnestolendas. Durante las noches previas al carnaval, una cancha de fútbol pasa a ser el escenario exclusivo para las extenuantes horas de práctica de las tres danzas más aclamadas del municipio. Allí es normal que el polvoriento terreno termine húmedo por el sudor de los bailarines.

Uno por uno van llegando al lugar. Se ubican en dos grandes grupos. Los diablos en una esquina esperan a que el director de la orden para iniciar la función. Mientras tanto, los goleros y las farotas deben estar a la expectativa de a quién van a escoger para que participe en la danza. Previamente, ya han debido repasar lo aprendido.

Tonny está ansioso: tiene que demostrar lo mejor de sí mismo para ser uno de los escogidos. Desde los cinco años, este Barraza ya estaba bailando cumbias, fandangos y puyas. Verlo bailar en todos los eventos culturales de su colegio era algo rutinario y especial. Hasta que un día decidió que era la hora de dar un paso más profundo, adentrarse a una de las danzas más extravagantes del carnaval de Barranquilla: los diablos arlequines de Sabanalarga. Pero, para su desdicha, esa vaga ilusión se fue desmoronando cuando le dijeron que tenía que ser un golero.

Pero la danza de los goleros no era una danza cualquiera. Un golero Rey, una laura -hembra del Rey-, un alguacil, unos goleros negros, unos pichones, un perro, un burro y un cazador se encargan de darle vida a la historia de la danza. Pero su verdadera magia es transmitida en los versos declamados por cada personaje. Aquí, los animales hablan.

“Vuelo de rama en rama sosteniendo mi poder. Con gran orgullo voy de Francia a Roma porque como de todo el mundo y de mí no hay quien coma”.

Un centenario de tradición abarca el drama de un cazador que, después de tanto caminar, decide descansar con su perro y su burro malherido hasta quedarse los dos dormidos en el monte. Sin darse cuenta, una bandada de goleros empieza a rondar al pobre burro que creían muerto y lanzan sus artimañas para comérselo. El cazador se despierta con los rebuznos en busca de auxilio y lanza un disparo para ahuyentar a las aves de rapiña, impidiéndoles que hagan de las suyas con el animal.

“Soy el burro manco que no puedo caminar, me ando malo porque me intenté matar, aquí me voy a echar y este será mi destino, que venga el Rey primero a comer de mi tocino”.

De camino a Sabanalarga, ver la escena de estos carroñeros aprovechándose de las carnes descompuestas de los animales fue un suceso impresionante. Como si una fuerza extraña estuviera propiciando el ambiente para lo que vendría. El proceso en el que el golero divisa a su presa desde lo más alto y se encarga de eliminar la podredumbre es lo que convierte a esta danza en una verdadera obra maestra.

Estando en la cancha, Tonny no solo piensa en los parciales que se le avecinan sino en las estrofas que se tiene que aprender. No sabe cuál papel le asignarán; de lo único que está seguro es que tiene que saberse todos los versos de cada personaje. Pero él no es el único con este dilema.

“No somos gais”- replica una voz grave al fondo-, pues hay también quienes queriendo ser diablos terminan convertidos en Farotas: hombres con vestuario y maquillaje de mujer, que se pasean ondeando sus cuerpos y jugando con sus paraguas mientras danzan.

Como una historia que parece sacada de los cuentos de los hermanos Grimm, la danza de las farotas relata cómo los indígenas farotos enfrentaron a los españoles que violaban a sus mujeres en la época de la conquista. El plan consistía en que los 13 hombres más fuertes, incluido el jefe de la tribu, se disfrazarían de mujeres y esperarían a los españoles en sus chozas, con el fin de atacarlos y hacerse respetar. Aún así, las farotas no son el mayor atractivo de Sabanalarga pero la mayoría de los bailarines de esa población han tenido que disfrazarse de mujer alguna vez.

Ya están todos reunidos en la cancha. El heredero de las danzas analiza cada paso y movimiento realizado por los jóvenes, hombres en su mayoría, para saber quiénes serán los privilegiados. Gastón Polo sabe que los diablos son un grupo selecto, que no se tocan y que se debe contar con una hoja de vida para tener un puesto allí. Tonny apenas está ganando experiencia y, como por enésima vez, lo escogen para que sea golero negro, tal parece que ese será su lugar por mucho tiempo.

En el momento en que Apolinar Polo, padre fundador de este patrimonio, decidió sacar al ruedo la danza de los diablos, pudo predecir, cual viejo sabio, que la competencia sería dura, así que decidió darle a sus diablos un toque diferente. Como mandado desde el mismo infierno, se encontró en el diccionario con la palabra Arlequín: un bufón, con su cara colorada que llamaba la atención de quien lo viera. Desde entonces, muchas versiones han surgido en los alrededores pero el difunto Apolinar pegó primero con sus diablos arlequines de Sabanalarga.

En este pueblo, el máximo sueño de un niño es convertirse en diablo algún día. Esta ilusión se desvanece cuando en vez de recibir una máscara de diablo, reciben un atuendo negro de golero o un vestido de mujer. En el sector de las cinco bocas, por donde la gente pasa si quiere llevarle flores a sus muertos, todos se han puesto el disfraz de golero o farota en su búsqueda por lanzar fuego por la boca.

Los diablos arlequines no son fáciles de olvidar. Las castañuelas en sus manos y las sonoras espuelas en sus talones le abren camino a ese diablo burlón que recorre las noches del pueblo botando fuego por la boca, asustando a quien se encuentre en su camino.

Un sombrero plano color carmesí, un vestuario colorido, la cara maquillada de blancos y rojos, hacen parte de su extravagante presentación. Una botella de leche  para evitar ingerir el líquido con el que expulsan la llama nunca puede faltar durante el recorrido.

Ser diablo es correr un riesgo enorme, un pequeño error puede ocasionarles una cita con su amiga la huesuda. Por eso, en este caluroso municipio atlanticense, se rumora que detrás de un gran diablo hay un golero que ha pasado horas y horas practicando para hacer bien su papel. Así que, si cualquier persona decide pasearse por las folclóricas calles de Sabanalarga, debe conocer que allí –como ocurrió hace 100 años, año tras año- todo lo que sabe el diablo es porque primero fue golero o, en su defecto, farota. Pero eso sí, más sabe el diablo por golero que por diablo.

Foto: Jesús Angulo

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