La primera gran sorpresa que me llevé este domingo 13 de marzo en mi calidad de jurado de votación, no consistió en que la mesa donde estuve fuera exclusiva de hombres de la tercera edad, sino que en esa mesa ganaron, casi por paliza, los candidatos del llamado ‘Pacto Histórico’.
¿Cómo así? ¿No se supone que nuestros adultos mayores son conservadores, tradicionales y obedientes a los trapos azules y rojos de la historia? ¿No se supone que esas tendencias alternativas son propias de nuevas generaciones más proclives a los giros, a la contestación, a la rebeldía?
Pero quizás no debía sorprenderme. Varios de ellos besaron las tarjetas electorales antes de meterlas a las urnas, y levantaban un brazo diciendo “por el futuro de mis hijos y mis nietos, carajo”.
Quizás mi destino como jurado no estaba en esa mesa. Lo digo porque me empujó la suerte de quien llega como remanente. Así aparecía yo en el comunicado de la Registraduría Nacional que me anunció como jurado: “remanente”. Algo así como que estés listo para reemplazar a quien sí fue asignado a una mesa, pero no llega. Toca reemplazarlo. Y así me anuncié cuando llegué, y me condujeron muy amablemente hacia la mesa 2 del colegio Gabriel García Márquez. El puesto de votación queda a tres cuadras de donde vivo.
Es la primera vez que soy jurado. Y supongo que será una de las últimas (si no la última) porque para las próximas elecciones ya habré sobrepasado la edad límite. Y debo decir que fue más cómoda de lo que supuse, porque, para empezar, la mesa 2 (quizás por la condición de los votantes) estaba en un aula climatizada. La jornada en general fue fresca en los patios y pasillos del plantel, donde estaban ubicadas muchas de las mesas, pero el airecito no era un plus despreciable.
Mi condición de remanente me llevó a integrarme a la mesa cuando ya todos estaban distribuidos en sus funciones, de manera que correspondió una muy bacana que de pronto los demás no habían detectado como importante: guiar a los votantes. No voy a entrar en detalles sobre cómo lo fui desarrollando, pero fue fundamental a partir de que muchos de ellos se acercaron acompañados de hijos o nietos; algunos otros en caminadores y escoltados por algún pariente cercano; otros en sillas de ruedas, y algunos en solitario que requirieron orientaciones pacientes y precisas.
Eso que acabo de describir fue casi exclusivo de mi mesa en un principio. Yo era el único de los jurados de mi mesa que no estaba sentado, sino que me convertí en asesor saltimbanqui del primero que veía desorientado tanto para marcar como para depositar los tarjetones en las urnas. El resultado fue que cuando se dio el intercambio de roles y pasé a firmar los certificados de votación, mi oficio recién inventado fue asumido con la misma disposición por el presidente de la mesa, por quienes lo fueron asumiendo en diferentes momentos, y por colegas de las otras dos mesas ubicada en el aula.
Lo más hermoso de todo eso, lo confieso, fue el agradecimiento de cada uno de los votantes. Hasta el más cascarrabias se marchaba con una sonrisa. Hubo uno que se molestó porque al pedir la tarjeta de consulta de precandidatos presidenciales se le preguntó cuál de las tres. Como no sabía exactamente la que buscaba, mi compañero de mesa le dijo que le diera una pista: el nombre del candidato de sus preferencias, o el partido, o algo, y el tipo le dijo, en medio de una furia expresa, que él no estaba obligado a dar ninguna de esas pistas porque su voto era secreto. De alguna manera se logró determinar lo que él buscaba era la tarjeta del ‘Equipo por Colombia’ y se marchó refunfuñando al cubículo. A la final, cuando le entregamos su cédula, nos dio su bendición y hasta nos deseo un feliz año.
Cuando asumí el rol de firmar los certificados de votación, que solo abandoné en la hora que me tomé para almorzar, no pude evitar el contacto con nombres curiosos, personas con un solo apellido y algunos impronunciables y cosas así. Me llamó la atención que un señor se llamara “Gehová”, y que otro tuviera un apellido larguísimo nunca antes visto por ninguno de los jurados. Tratamos de pronunciarlo y nos costó trabajo. Un compañero de mesa lo intentó y se escuchó como si estuviera estornudando. Le preguntamos al dueño del apellido. “Es holandés”, nos dijo. Lamento, de verdad, no recordarlo, pero es que me esperaban otras cédulas que certificar.
La tarde fue más calmada que la mañana. De los 360 potenciales votantes, se presentaron 177. No hubo líos de votos de sobra ni nada sorprendente al momento del conteo, y antes de 7 de la noche, ya cada uno estaba de regreso a casa. Y si me tocara hablar de preferencias electorales dentro de la mesa, lo correcto es decir que había un equilibrio de fuerzas y simpatías. Eso fue tenido como recurso para bromas y la pasamos muy bien. Incluso, uno de los jurados no votó porque no tenía el más mínimo interés, pero su presencia fue vital para la rapidez conque trabajamos porque era muy dinámico y entusiasta.
A la final, cuando nos fuimos enfrentando a los resultados que venían desde todas partes, confirmamos que nuestra mesa había sido apenas una pequeña manifestación de todo lo ocurrido en el departamento. Mejor dicho: que las sorpresas iban más allá de nuestro divertido punto de votación.