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Por: Carolina Valera Solano

Conocer la casa donde nace Gabo y todo el entorno que recrea su obra es una imperiosa necesidad para todo aquel que encuentra en la literatura un deleite especial y, en general, para toda persona que busca ampliar su ámbito cultural. Por esto, visitar la Casa Museo Gabriel García Márquez, era para mí una necesidad contenida durante mucho tiempo y que hace pocos días pude satisfacer en compañía de algunos familiares.

Al llegar a la Casa Museo, sentimos que exhala un hálito apacible y evocador. Nos recibe su director, el periodista y macondiano Rafael Darío Jiménez, quien con su simpatía, su sencillez y total dedicación por lo que hace, nos sirve de guía y durante más de dos horas nos habla sin tregua y apasionadamente del Nobel y de su obra.

De esta manera recorremos una a una todas las estancias de la Casa Museo y poco a poco nos sentimos trasladados al alucinante mundo macondiano y es entonces cuando toda la realidad mágica de Macondo parece desfilar ante nosotros y así podemos ver: a Remedios, la bella, subiendo al cielo en cuerpo y alma. Al sabio Melquiades, el “gitano corpulento, de barba montaraz y manos de gorrión”, trayendo la alquimia, el hielo, la lupa y los nuevos inventos a Macondo, arrastrando por las calles detrás de sus lingotes imantados, “en desbandada turbulenta”, toda clase de objetos metálicos. Aparece entonces la severa matriarca, Úrsula Iguarán, el personaje lúcido de Macondo, diligentemente recorriendo de un lado a otro la casa, “siempre perseguida por el suave susurro de
sus pollerines de olán”.

Luego, la misma Úrsula gritándole al féretro de Gerinaldo Márquez al pasar frente a su casa: “salúdame a mi gente y dile que nos veremos cuando escampe”. También podemos ver al patriarca, al loco emprendedor, al alucinado José Arcadio Buendía amarrado al castaño conversando con el fantasma de Prudencio Aguilar “ya casi pulverizado por la profunda decrepitud de la muerte”, quien lo limpia, le da de comer y “le lleva noticias de un desconocido que se llamaba Aureliano y que era coronel en la guerra”. Y con la muerte de José Arcadio, vemos como cae sobre el pueblo “una llovizna de minúsculas flores amarillas como una tormenta silenciosa y cubrieron los techos y atascaron las puertas.” Y así, por un instante, nos parece ver que por el corredor de las begonias avanza el hilo de sangre que emana del cadáver de José Arcadio (hijo) después de atravesar las calles de Macondo y de entrar por debajo de la puerta de la casa.

En esta sucesión mágica, aparece la figura del guerrero mítico, Aureliano, a quien la guerra de los Mil Días se llevó y lo convirtió en coronel, ya viejo y olvidado fabricando sus pescaditos de oro. El coronel que promovió a nombre del
partido liberal “treinta y dos levantamientos armados y los perdió todos. Escapó a catorce atentados, setenta y tres emboscadas y a un pelotón de fusilamiento. Y sobrevivió a una carga de estricnina capaz de matar a un caballo.” 

Durante más de dos horas, parece desfilar la alucinante historia de las siete generaciones de los Buendía, siempre huyendo del acoso del temible incesto pero siempre “buscándose por los laberintos más intrincados de la sangre”, hasta llegar a Aureliano Babilonia y a su tía Amaranta Úrsula que por fin engendran el “animal mitológico que había de poner término a la estirpe”; y al momento mismo en que Aureliano Babilonia descifra el epígrafe de los pergaminos de Melquiades: “el primero de la estirpe está amarrado a un árbol y al último se lo están comiendo las
hormigas”.

Finalmente, despertamos al mundo real, Aracataca, que también es mágico: un calor abrasador nos hace chorrear sudor por todas partes y, de repente, un aguacero diluviano, un aguacero macondiano, se precipita y llueve sin descanso durante toda la tarde.

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