Por: Javier Franco Altamar
Ezequiel Holguín, vendedor de dulces y ocupante habitual, como él, de la Plaza Caldas de Popayán, asegura que Gilberto Hernández es tan tacaño que desvía la mirada cuando le pasan por delante la canastilla de ofrendas en la misa.
También dice que Hernández se lleva para su casa las espinas del pescado del almuerzo y las almacena como piezas de colección. Pero corrige de inmediato sin dejar de batir el contenido de su cajita de golosinas: “este señor aguanta bromas pesadas y hasta sonríe cuando las oye”. Y, en efecto, eso acaba de pasar.
Holguín está sentado en una banca con la cajita de golosinas en los muslos. Hernández, en cambio, está de pie, en actitud de guardián de su propia cámara fotográfica, una legendaria Crown Graphic ubicada sobre un trípode, al alcance de su mano derecha. Tanto la musculatura de la cámara como sus tres patas son de madera, aunque la máquina luce parcialmente vestida por una colección de fotografías pequeñas a blanco y negro.
El ambiente de la Plaza es de árboles muy verdes y estirados, con palomas al piso que se levantan de vez en cuando en forma de remolino. Esa plaza, que al mismo tiempo actúa como parque, es también el corazón palpitante del Centro Histórico de Popayán, capital del Departamento del Cauca y ubicada entre dos cordilleras en la parte baja del mapa de Colombia, zona del Pacífico.
La plaza está rodeada de edificaciones de blanco impoluto; entre ellas, la Catedral Basílica de Nuestra Señora de la Asunción, y la sede de la Alcaldía Municipal. El Sol cuelga borroso detrás de una capa de nubes. Hace frío.
Hernández parece pintado con pulcritud en el cuadro glacial de la tarde. Lleva una camisa de mangas largas y pantalón clásico. Tanto él como su “cámara de agüita” (así se refiere a ella) tienen al frente la centenaria estatua del sabio Francisco José Caldas, quien, a lo alto su pedestal, parece a punto de empezar una caminata relajante por la plaza que lleva su nombre.
Allí, junto al pedestal, Hernández ha ubicado un par de caballitos de madera. De cuando en cuando, un niño turista berrea y un adulto acompañante lo deja subirse a uno de los caballitos, y entonces él aprovecha para tomarle una fotografía. “¿En blanco y negro o a color?”, pregunta. Si le responden “a color”, acude a la Nikon digital que lleva colgada al cuello y hace la toma. Más adelante, el padre del niño o quien sea, podrá regresar por su foto porque él tiene un convenio con un laboratorio cercano para imprimirla. Cobra 10 mil pesos por copia.
Ahora, si alguien responde que quiere la foto “en blanco y negro”, es decir, a la antigua -ya sea porque le parezca exótico, por curiosidad o por el motivo que fuere-, ahí mismo, Hernández acude a su vieja cámara de madera, y ejecuta un ritual que quizás los mortales de hoy apenas hayamos visto en películas de viajes al pasado:
Primero, acomoda la placa en el vientre de la máquina; luego, se asegura de que el cliente haya definido su pose, después, lo enfoca con los fuelles de la cámara, avisa “voy a tomar la foto”, aparta una tapita en el lente y con la misma velocidad, lo cubre. “Listo”, dice.
Para la segunda parte del proceso, él mete un brazo a las entrañas del artefacto valiéndose de una manga de lona, explora con el ojo pegado al lomo a través de una ranura de cristal rojo, y se asegura de exponer adecuadamente la placa a los químicos. En cuestión de 15 minutos, ha obtenido, primero, un negativo de 4 x 5 que somete a lavado en un balde de agua. Finalmente, y mediante un procedimiento apoyado en los rieles de la cámara, imprime las copias que se necesiten.



“Yo creo que él no lo sabe, pero tiene su propio récord Guinness” agrega ahora el vendedor de dulces Holguín, testigo habitual de la operación. Porque no se trata solo de la cámara, que ya superó el siglo de vida según su propietario; sino de una bicicleta marca Monark que el fotógrafo usa como medio de transporte. Hernández dirá, minutos más adelante, que la compró por 70 pesos en 1960. “Aproveché una oportunidad. Era de segunda mano, pero estaba en buen estado. Nuevecita me hubiera costado 100 pesos”, explicará.
Según él, en los servicios de esa bicicleta está la explicación de su envidiable estado de salud. No recuerda haber descansado nunca, salvo en los tiempos de la pandemia del Covid-19, cuando la plaza permaneció cerrada por dos años. “Vea -dice con su acento “patojo”, gentilicio coloquial de Popayán-: cuando mucho, me he resfriado alguna vez en mi vida. Nada que no se quite con un Dolex”.
Y añade que no hay poder humano capaz de detenerlo en su deber diario de ubicarse al pie de la estatua del sabio Caldas. No se desanima para nada. Incluso, hay días en que no toma ni una sola fotografía, pero eso no le importa: “Es que tengo que estar aquí siempre disponible para mis clientes. La constancia también es vital”, sonríe.
Tiene los ojos rasgados y la nariz larga. La cara redonda se prolonga hasta una calvicie frontal apenas rodeada por cabellos de algodón. Acaba de cumplir 81 años, y aunque es corto de estatura, luce altivo y sereno.
Usa frases cortas y directas para responder las preguntas de quienes se le acercan. Se nota que la expresión oral no es su fuerte. Es más: puede estar pasando frente a él una horda de turistas, y no se atreverá a abordarlos: prefiere que ellos tomen la iniciativa. Sabe que la cámara atávica los atrapará en algún momento, se frenarán en seco y le pedirán una fotografía.
Antes de posar, lo más seguro es que los clientes vayan sumergiéndose en la historia de la cámara, que don Gilberto cuenta casi con monosílabos: dice que se la compró a uno de los ocho fotógrafos que, en 1970, ofrecían sus servicios en esa plaza. “Era un señor bastante mayor que ya estaba aburrido. Me la vendió en 800 pesos”.
Como le llamaba la atención la fotografía, se hizo guiar, primero, por un tío fotógrafo; pero el resto del aprendizaje vino por su cuenta, desde el mismo instante en que se ubicó en la plaza. “Ahora ya manejo todo tipo de cámaras: la de telescopio, la polarizada, la de rollo… y toca tener también la digital; pero esta –dice acariciando la Crown por el lomo, como si fuera una mascota- a esta no la dejo ni para…”, y suelta una carcajada sorpresiva.
Con el paso de los años, se fue quedando solo porque los más viejos de sus competidores empezaron a morirse, y a los restantes, simplemente, se les dañó la cámara. “Es que este tipo de cámara, si se daña, hasta ahí llegó, porque no hay repuestos. A mis compañeros, o se les caían o se mojaban. Yo, en cambio, la cuido mucho: cae la primera gota de lluvia, y enseguida la protejo con la lona”.
Porque Popayán es así de inestable en asuntos de clima: el Sol puede haberse levantado furioso un día con el ánimo de repartir sudor y angustias entre los friolentos de la mañana; pero, en cualquier momento, las nubes se le interponen y entonces los abrigos dejan de colgar de los antebrazos y retornan a su sitio natural.
-Ahí está el Sol a lo alto. ¿Lo ve? -dice ahora don Gilberto-. Es para que estuviera brillando, pero las nubes no lo dejan. Son como las tres de la tarde, y ahorita, dentro de una hora, toca empezar a recoger. Ya la luz no es suficiente para tomar fotos.
– ¿Y usted no usa acaso las lámparas esas que aparecen en las películas?
-¡No: eso no sirve!-, dice tajante.
No es muy dado a hablar de su familia, pero alcanza a decir que tiene varios hijos. En este momento, vuelve a intervenir Ezequiel Holguín, el vendedor de dulces. “Ese tiene una casa inmensa para allá abajo -señala con un brazo hacia el oriente-. Hasta allá se va en su bicicleta, pero no invita a nadie. Ese es tacaño”, insiste.
Don Gilberto Hernández sonríe de nuevo ante la ocurrencia. “Tengo también nietos. Hay uno que de pronto le gusta la fotografía. Pero no: no viene por acá. Es que la juventud de ahora…”, suspira.
Ya se acerca el momento de recoger y comienza el ritual de cierre que terminará con la vieja cámara y los dos caballitos en un parqueadero cercano: primero envuelve la cámara digital en un paño rojo y la guarda en un maletín. Después, cubre la anciana de madera con una lona beige y la asegura rodeándola con una liana de caucho antes de meterla bajo otra cobertura impermeable en forma de cubo.
Luego, saca una plancha rodante que permanecía oculta debajo de una banca, y allí ubica el paquete, que luego quedará aún más protegido entre los dos caballitos, sobre cuyos lomos Hernández acomodará el trípode. Y, por último, una nueva lona, oscura e impermeable, cubrirá todo el mandado apretándolo con una liana de caucho.
La escena final es la misma de los últimos 50 años: don Gilberto jalará el rodante hacia el norte de la plaza en busca del parqueadero protector. Luego, regresará por su bicicleta a la Plaza y se marchará pedaleando, para dejar el resto de su jornada a merced de la imaginación de su compañero de parque.