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Para las 3:32 de la tarde del día sábado 9 de septiembre, el usuario @ConfesionesUN en Instagram tenía exactamente 5211 followers, un total de 41 fotos y videos publicados, y había superado varias veces su límite diario para postear en Instastories. La cuenta, que hace  aproximadamente 4 semanas contaba con un total de 322 seguidores, está pensada como un espacio libre en el que se pueden compartir historias cotidianas de forma anónima y temporal.

Fue  justamente hace un mes cuando también se puso de moda la nueva plataforma web asociada a Snapchat cuyo nombre significa literalmente “honestidad” en arábigo.  Si juntas el “muro” web de Sarahah  —en el cual las personas pueden escribir sin dar a conocer su identidad —, con la herramienta screenshot de un teléfono inteligente, y a ello le sumas el poder de difusión de las Instastories, existen miles de posibilidades y una de ellas es volverte viral.

Ni siquiera estando fuera del país se salva uno de conocer, a detalle, los secretos de gran cantidad de personas (uninorteñas o no) que se lanzan a la red para contar eso que los desconcentra o los aqueja. Centenares de declaraciones de amor se dejan a diario en el portal, y a todas les toca su minuto —o segundo, mejor dicho — bajo el reflector. Lo que habría que considerar dentro de todo el alboroto suscitado por este misterioso usuario, no es si lo que hace al compartir ese contenido está bien o mal: la divergencia de puntos de vista sería tema para un libro. El tópico a tratar -al menos para mí- es hasta donde nos hemos sabido limitar, basados en la comodidad, a la hora de hacer que las cosas sucedan.

Dentro de los imaginarios, que suelen rayar en el modelo literario/cinematográfico, todas las historias deben tener un comienzo, un nudo y un desenlace. Sin embargo en la vida real hay nudos, ¡los que quieras!, desenlaces, ¡hasta para regalar!, pero comienzos de verdad, verdad, de pocos a ninguno. Cuando pensamos en el carácter enfáticamente social de nuestra generación, nos remitimos de inmediato al hecho de que nacimos inmersos en un océano tecnológico que nos ha ido absorbiendo más día con día. ¿Pero y el plano físico?, ¿Acaso se nos agota la valentía cuando no estamos detrás del teclado de un móvil?

La pregunta no es nueva y la  respuesta sigue siendo sí. Cuando Altmam y Taylor propusieron su teoría de la Penetración Social, seguramente no pensaron que, muchísimos años después, una risible cuenta de Instagram facilitaría la consecución del tan difícil, e importantísimo, primer contacto entre individuos. Hoy, la única penetración social que parece darse es un simple preámbulo para otro tipo de penetración un poco más literal, curiosamente, la única experiencia “física” por la que apostamos del todo.

Parece que atrás quedaron los días en los que había que darse un par de cachetadas frente al espejo del baño para agarrar coraje y pedirle salir a esa chica guapa que habíamos visto en el pasillo. ¡Si hasta Tinder y Match.com nos han ganado la batalla y han empezado a elegir por nosotros, a batuta de un algoritmo, con quienes tenemos chance de ligar! Ya no hay magia detrás  de morirse de ganas de hablarle a alguien, porque decidimos escribirle primero por WhatsApp.

El asunto no es que la tecnología no sea un recurso aprovechable para construir relaciones interpersonales concretas y valiosas. Es que hemos dejado que el primer paso ya no sea un paso, sino un clic, un miserable double tap sobre una pantalla fría. La excusa más popular frente a este planteamiento es el “miedo al rechazo”, un elemento que, con o sin teléfono inteligente de por medio, es objeto inamovible y  fuerza irresistible a la vez: si no hay chispa, la colisión es inevitable a fin de cuentas.

El amor del siglo XXI es líquido por degradación. Así es como Zygmunt Bauman, sociólogo polaco, habla de la fragilidad de los vínculos entre humanos de la posmodernidad. La visión del amor disperso, poco compacto, no podría ser más válida hoy por hoy: ¡Nos hemos conformado con la versión reduccionista del proceso! Porque nos quedamos con sus tuits antes de atrevernos a oírle de verdad; nos quedamos con sus historias de Facebook antes que decidir invitarle a cine; e idealizamos su apariencia a plena luz de día y sin filtros,  con base en  lo guapa que se ve en sus posts de Instagram. Todo lo anterior genera, por supuesto, imágenes mentales y expectativas equivocadas.

Lo cierto al final del día es que la complejidad de nuestra naturaleza nos brinda diferentes resultados para la misma operación. No todos obramos de forma similar porque no a todos nos funciona lo mismo, pero nadie está exento de probar. Y como habrá quienes deban prescindir de los métodos más tradicionales para buscar resultados swipping left sobre el táctil, habrá quienes hagan lo mismo y se desilusionen al encontrar que tampoco eso les funciona. C’est la vie.

El amor, ciertamente, es algo que que todos tienen derecho a experimentar, pero no hay forma de calcular riesgos sin antes haber salido a hacer trabajo de campo. La idea general de “tantear el terreno” es conocer, y yo no seré filosofó, pero sé que “conocer” es, ante todo, una experiencia sensorial, es decir, de vistas, oídos, tactos, olfatos y gustos. Una cosa presencial en toda regla.

Basado en todo lo anteriormente expuesto y a sabiendas de que puede que terminen odiándome si algo les sale mal, les reto a encontrar una forma de llegar a esa persona que tanto les gusta o a la que simplemente quieren conocer, pero les reto a hacerlo de verdad, no encontrando primero su usuario en alguna red social.  La reacción natural es el miedo, lo entiendo, pero dentro de cada experiencia de miedo existen también la síntesis de adrenalina, que siempre acaba siendo divertida y, sobre todo, la posibilidad de sacar agallas para salir y comerse al mundo. Algo que, estoy seguro, todos tenemos ganas de hacer.

Lo último que creo conveniente decirles es que no se sorprendan si no todo sale como esperaban. Por lo general sucede que Barbie ya tiene a su Ken o, a veces, incluso a otra Barbie. Es más, creo que Ken regularmente tiene a otro Ken. Yo no soy el boletín del consumidor, pero así están las cosas en el mercado de hoy, tal cual. Eso no quiere decir que no valga la pena intentarlo.

Ya les diré yo cómo me va.

Muy de ustedes,

El Gato Negro.

Somos una casa periodística universitaria con mirada joven y pensamiento crítico. Funcionamos como un laboratorio de periodismo donde participan estudiantes y docentes de Comunicación Social y Periodismo de la Universidad del Norte. Nos enfocamos en el desarrollo de narrativas, análisis y coberturas en distintas plataformas integradas, que orientan, informan y abren participación y diálogo sobre la realidad a un nicho de audiencia especial, que es la comunidad educativa de la Universidad del Norte.

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