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Por: Natalia Osorio Marín

Se pasó el bus. Ahora, a esperar el siguiente. Eso implica por lo menos media hora más bajo el sol inclemente. Sin embargo, a Elizabeth no parece importarle, su piel morena ya resiste los rayos más candentes del universo. Mientras espera la llegada de aquel vehículo amarillo con rojo de gran tamaño, cuenta lo que poco recuerda de su infancia, que, a pesar de ser borrosa, la guarda con mucha alegría en su corazón.

“Mi señora madre no esperaba el canto del gallo” – cuenta con una sonrisa en su rostro – “a las 3 de la madrugada en punto, su voz carrasposa nos levantaba para iniciar con las labores del día”. Al parecer está cansada. Parada en el andén de la carrera 51b, empieza a flexionar sus rodillas, alcanzadas por las manos que se dedican a sobarlas por un corto periodo de tiempo. La invito a sentarse en la parada de buses que está a unos pocos metros del lugar de espera, pero para mi sorpresa dice “¿Yo, cansada? Esos son ahora ustedes los jóvenes que viven cansados”. Ya entiendo todo. Relata que sus rodillas le duelen, “ahora después de vieja”, por los años que estuvo diariamente casi de cuclillas ordeñando vacas en el patio de su finca.

El bus de Puerto Colombia se asoma a lo lejos y Elizabeth empieza a ubicarse para subirse primero que todos aquellos quienes, con sudor en su frente, esperan para recorrer el mismo trayecto. Elizabeth cumple su objetivo y se sube de primera segundos después de batir su mano en el aire para captar la atención del conductor de la buseta. Escoge con sensatez su asiento, aprovechando que aún hay de dónde escoger, y se ubica al lado de una ventana amplia donde hay ausencia de sol.

Así empieza el viaje hacia su casa. A 40 minutos del destino final, es tiempo suficiente para conocer más de su historia, y la manera en que su familia innovó a partir de la producción propia.

La vida en Córdoba

“Monte Líbano está en mi corazón”. Aquella pequeña ciudad de Córdoba, dónde nació y creció Elizabeth, fue lugar de prosperidad para ella y su familia. Desde la puerta de la casa de su abuela, la venta de leche y queso diaria les daba para su sustento. Antes de seguir con su relato, es interrumpida por aquel que recoge el dinero del pasaje en el bus. Ella entrega su dinero, y allí, sentada con frescura en la parte trasera del bus, relata un poco más de cómo era el negocio familiar.

“Yo vivía en Damasco, ubicada en la vereda de Los Caracoles”. Con la mirada perdida, dirigida al horizonte que se asoma por el ventanal del bus, Elizabeth describe ese pequeño pero fructífero ranchito que llamaba su hogar. “Nunca pudimos pintarla porque era muy costoso, pero mi madre la tenía decorada con objetos reciclados y manualidades que ella hacía. En la terraza, antes de entrar a la casa, había una mecedora con un hueco en la espalda” – se detiene por un momento y con una carcajada cuenta – “a mi me encantaba ese hueco porque por ahí entraba el fresquito de la brisa”. Continúa describiendo su hogar, conformado por dos cuartos pequeños, un baño, una cocina amplia y una sala comedor de 4 sillas y una mesa cuadrada. “Puede que no fuera la mejor casa, pero era mi casa. Ya no es nuestra por cosas de la vida y el destino, pero mi familia salió adelante ahí, y siempre la llevaré en mi corazón”.

Ordeñar las vacas era la primera labor del día. Sentados en un pequeño banquillo, Elizabeth y sus 3 hermanos debían extraer la mayor cantidad de leche posible de las que eran sus mascotas preferidas. A las 5 de la mañana ya debía estar la envasada y lista para ser transportada, “cuando no estaba lista, esa voz carrasposa de mi mamá nos fastidiaba por la falta de productividad”. Para la familia, era importante la puntualidad, pues a las 5 salía el bus que se dirigía a Monte Líbano, a 40 minútos de Damasco, dónde su abuela recogía la leche para empezar con la producción del queso y la venta de ambos productos.

Mecha, como le decían a la abuela, era la encargada de hacer el queso. “Ella lo hacía con cortadera. Lo que hacía era echarle ese líquido a la leche directamente y esperar hasta que el suero, que era como un líquido transparente, bajara” – Elizabeth describe todo el proceso ilustrando cómo hacía su abuela con sus propias manos. “Cuando el suero bajaba y la masa con la que se hace el queso subía, se tenían que separar las dos partes. Eso sí” – aclara – “la parte de arriba tenía que estar bien consiste, sino el queso no quedaba sabroso”. Toma un respiro, se seca el sudor de la frente, y sigue con el proceso. “Después se tenía que sacar el líquido que le queda a la masa, y después se le echaba sal al gusto. Ya listo el queso, mi abuela envasaba una parte en una cereta para que quedara en forma de cubo, y otra parte se armaba a mano para que quedara en forma de bola.”

Así lo hacía la familia Calderín. Innovaron en el pueblo por su delicioso queso y su leche fresca, salieron adelante gracias a sus vacas, y montaron un negocio que por siempre será el orgullo familiar. “Nuestro queso era el mejor del barrio, porque había otro queso que lo hacían con una pastilla pero eso es artificial, y a mi opinión más dañina. Imagínate” – abre los ojos con una expresión de desacuerdo – “una pastilla equivale a 50 litros de leche, ya te podrás imaginar lo fuerte que es una pastilla de esas como para cortar 50 litros de leche. En cambio nuestro queso venía directo de la vaca, era original” – expresa con orgullo.

Ya el bus se está acercando al destino final. Elizabeth empieza a pedir permiso entre el tumulto que se ha acumulado en el pasillo del bus. Toca el timbre y se baja con cautela en la esquina de su casa. Ahora vive en Puerto Colombia, su casa es también sede de un pequeño restaurante familiar que tiene con su hermana. “De mis padres y mi abuela aprendí que en esta vida uno está solo y no depende de nadie. Como podemos sobrevivimos, ya no vendemos queso pero ahora hacemos almuerzos y los vendemos”. Hurga en los bolsillos de su cartera por las llaves de su hogar mientras concluye con su historia. “La mía es una de las tantas familias que ha tenido el privilegio de salir adelante sin la ayuda de otros, no es fácil, pero es posible. Gracias a Dios que hasta aquí nos ha ayudado”.

 

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