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Por: Juan David Herrera

Constantemente y, ante el gran porcentaje de abstención que presenta la mayoría de las elecciones nacionales, se suele lanzar dardos a la democracia. Ahora bien, cabe precisar que el ideal de una participación total solo es una fantasía que es mejor no intentar ya que, citando palabras de Norberto Bobbio, “no hay mayor peligro para la democracia que el exceso de ella misma”.

Pensar que todos los ciudadanos deben ser parte activa de las deliberaciones políticas es un grave error. El ciudadano total no existe, ni tampoco debería hacerlo, porque precisamente lo que protege la democracia es la libertad de no hacerse parte de la cosa pública.

La omnicracia, sistema de participación total, es peligroso y sobretodo inalcanzable. No se puede tratar de hacer partícipes a la ciudadanía de todo los asuntos políticos porque, se parte de la base de que nuestra sociedad no está integrada en su totalidad por el zoompolitikon de Aristóteles, sino por sujetos sociales que encuentran en otros frentes las líneas de su interés.

Sin embargo, es demasiado simplista pensar, ante este panorama, que la democracia atraviesa por derroteros peligrosos cuando la historia nos dicta que su naturaleza es la trasformación frecuente. Por ende, cuando se quiera medir si el proceso de democratización se está llevando de manera correcta es necesario mirar no el número de personas que tienen acceso al sufragio, sino el rango donde se vota, se necesita establecer si el aparato gubernamental se extendió entre las periferias, no si aumentó el grueso de sufragantes.

En este sentido, miro con agrado el efecto integrador que tuvo el acuerdo de paz para la salud de la democracia pues logró ensamblar al mapa político las voces de los excluidos históricamente. Aún queda mucho camino por recorrer pero desdibujar a una de la guerrillas más longevas del continente es un gran paso para estabilizar, políticamente hablando, nuestro particular pedacito de tierra.

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