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Por: Miguel Brugés Echeverri

Flavio Ciciliano emprende con la labor social de entrenar a jóvenes de barrios de escasos recursos y ayudarlos a cumplir el sueño de llegar a ligas profesionales de fútbol.

“¡Al piso!”, le grita Flavio Ciciliano, entrenador de la Escuela de Fútbol Semillero Junior Ferry-La Luz, a uno de los equipos que, mientras entrenan, juegan un partido amistoso en la muy deteriorada cancha sintética del barrio Los Trupillos. En este encuentro en particular se enfrenta el equipo sin camisa al equipo con camisa. El nombre de cada equipo básicamente se explica solo.

“¡Cinco abdominales!”, les dice. Un miembro del equipo sin camisa ha cometido una falta, por lo tanto, todo el equipo deberá cumplir con una penitencia: abdominales bajo el radiante sol de dos de la tarde, el más picante para entrenar. Con su fuerte voz, Flavio comienza a contar. Una vez terminan, los jóvenes se levantan con hebras de grama sintética adheridas a sus espaldas descubiertas y retoman el partido. “¡Juego!”, y todo vuelve a la normalidad.

Flavio es un hombre de 54 años que vive en el barrio Rebolo. Es licenciado en Educación Física, título que obtuvo en Bogotá. Se moviliza en silla de ruedas debido a que le dio polio, una enfermedad que no le ha impedido alcanzar muchas metas. Sus más grandes logros son la escuela y sus estudiantes, cuyas historias son su principal motivación para sacarlos adelante.

“La escuela lleva en pie 35 años, actualmente cuenta con 60 estudiantes que provienen de barrios aledaños al barrio en donde entrenamos como El Ferry, La Chinita, La Luz y Rebolo”, afirma el profe Flavio. La mayoría son barrios del sur-oriente de Barranquilla cuyos habitantes son de bajos recursos. “Todo surgió cuando me di cuenta de la situación que atraviesan muchos jóvenes en el barrio, rodeados de violencia, delincuencia, drogadicción, y para distraerlos de ese ambiente decidí abrir esta escuela. Esta es mi única profesión”, añade.

Desde un gran orificio en la rota y oxidada malla que alguna vez tuvo un color verde brillante, Flavio observa el juego y a sus protagonistas desenvolverse con avidez en la cancha. “Gordo, ayúdame a bajar el pie”, le dice Flavio a uno de los jugadores en la grada para estar más cómodo. “Quítate la camisa, entra y cambia con El Mono”. El Gordo le obedece y el juego sigue.

Tocando puertas

Minutos más tarde llega el profesor de arqueros que le ayuda a Flavio con los jóvenes: Alfonso “Chicho” Martínez, reconocido ex jugador del Junior de Barranquilla que tuvo su auge en la década de 1970 hasta que una lesión lo obligó a retirarse.

“Yo vengo colaborándole al profe Flavio desde hace ya tres años. La escuela que yo dirijo, que es Semillero Junior, terminamos juntándola con el equipo Ferry-La Luz y este ha sido el resultado”, explica Martínez.

Martínez afirma que también ha ayudado a través de juntas directivas, hablando con empresarios y patrocinadores para financiar la escuela y los implementos que necesitan, ya que los estudiantes entrenan de forma gratuita.

“Algunos de los muchachos que han llegado a las ligas profesionales nos han donado lo que tenemos y se mantienen en contacto, algunos son familia del profe, como Teófilo Gutiérrez y Ricardo Ciciliano, sus primos. Sin embargo, aún estamos tocando puertas”, afirma Chicho.

Un padre para estos hijos

Detrás del profesor, en las gradas de la cancha, esperan el resto de chicos para jugar como los cambios del partido. A la derecha del profe está María José, la única chica de la práctica. Una joven de 16 años habitante del barrio San Roque que actualmente está validando octavo y noveno grado, juega de lateral izquierda.

“Yo sueño en grande, yo quiero ir directo a las [ligas] profesionales”, dice María José. “Quiero finalmente poder terminar mis estudios y devolver a casa todo el esfuerzo que alguna vez se hizo para estar donde estoy ahora”, añade. También comenta que el profesor les recuerda constantemente lo fundamentales que son los valores como la humildad y la cooperación para lograr el éxito. Todos, sin excepción, lo admiran como una figura paternal que de pronto algunos en la escuela no tienen.

Por otro lado, está David Mercado, 18 años, proveniente del barrio El Ferry. Mientras se amarra los guayos, le agradece al profesor por confiar en cada uno de ellos, aspira también a colaborarle a penas logre fichar en un equipo. Sin mirar atrás, el profe le contesta con el famoso proverbio chino:

—Yo siempre se los he dicho. Si les regalo un pescado, les mato el hambre por resto del día, pero si les enseño a pescar… jamás volverán a pasar hambre.

María José luego entra de arquera del equipo con camisa. “Le tengo mucha fe”, susurra el profe. “Cuando estudié la licenciatura, me concentré en la parte humana de la educación física. Preguntar, ¿cómo estás?, ¿cómo te sientes?, confiar en ellos. Me intereso por los muchachos y los invito a dejar los problemas de la casa fuera de la cancha y los motivo para llegar dónde quieren llegar”, concluye.

La reunión familiar

Luego de entrenar, todos los chicos se sientan en las gradas. Sudados, jadeantes, con el corazón a mil. El Gordo ayuda al profesor a darse la vuelta en su silla de ruedas. Ahí comienza a hablar con todos, cuadrar horarios y darles las últimas recomendaciones. Todos los jóvenes lo rodean y la imagen parece un retrato familiar en donde Flavio, el padre, acoge a sus hijos, los futbolistas.

“Como el Distrito remodelará la cancha, nos toca mudarnos al Jardín Botánico mientras la arreglan, pero por ahora seguimos en el mismo lugar a la misma hora. La otra semana les confirmo cómo va la cosa. Podemos dejar hasta aquí”, finaliza la práctica y los despide.

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