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Por: Steffy Lorens Riquett Bolaño 

Con el sol a medio aparecer en la Plaza del Paseo de Bolívar, el sábado 30 de agosto -al igual que muchos otros días- una anciana estaba sentada sobre un bordillo ubicado al pie de un árbol de ceiba con un par de bolsas, un saco y un bastón. Con su mano sobaba su pierna izquierda como si algo la incomodara, mientras con sus ojos apuntaba hacia el fondo de la carretera como si esperara a alguien.

Rosario Gómez sentada debajo del árbol de ceiba ubicado en el Paseo de Bolívar. Barranquilla 

Con un intercambio de sonrisas supe que su nombre era Rosario Gómez y que tenía 75 años. Mientras hablaba observé su cabello blanco escondido por un gran cintillo negro, sus cejas ausentes y sus mejillas arrugadas exactamente en los lugares donde se quiebra la sonrisa. Su semblante, a pesar de estar nublado por deterioro e infortunio, era todo lo contrario: sosiego y felicidad. 

Desde las seis de la mañana hasta las seis de la tarde se ancla a su pequeño muro de cemento. Las personas pasan y le gritan “¡Adiós, abuela!” y ella les menea sus dos manos. Pero Rosario no es ni abuela ni mamá; nunca tuvo hijos. Me contó que su madre murió tres meses después de su nacimiento y que su padre la mandó para Venezuela a vivir con unas hermanas cuando era muy jóven. El año pasado cayó en un hueco y tanto su pierna como su vida laboral se partieron en dos. Sin trabajo ni dinero, su amiga la sacó de la pieza donde vivía, la montó en un carro y ordenó que la llevaran al Paseo de Bolívar, su actual morada. 

Eran justo las dos de la tarde cuando se acercó a nosotras un silencioso señor moreno con camisa azul y chanclas de caucho. Rosario lo presentó como Javier, su esposo, un reciclador de la calle 30 a quien esperó durante toda la mañana para que le llevara el almuerzo. Aunque lo vi llegar con las manos vacías, el señor me arrojó una agradable sonrisa con varios espacios entre sus dientes. 

Después de pasar toda su vida recibiendo ingresos como costurera, hoy sus gastos corren por cuenta de Javier. Un año después de su accidente Rosario solo aprieta en su mano un billete azul y unas cuantas monedas otorgadas por los transeúntes. 

  • Yo cosía de todo, mija. Carteras, correas, zapatos y ropa. Mi primer trabajo fue muy jovencita, tenía como 14 años. Me buscaron unos hombres para hacer unas guayaberas. Yo siempre fui de trabajar, muy poco salía a fiestas.
  • ¿Pero usted estudió?
  • Pues hasta donde pude. Y eso, a veces es que hago uno que otro garabato para firmar algo. 

Aunque el fuerte de Rosario no es leer o escribir, algo que siempre le ha gustado es la música, particularmente el tango y la ranchera. Me contó que había una canción especial para ella: “Daniela” del cantautor colombiano Darío Gómez. Después de cantarla juntas y detenerme a analizar la letra, entendí que en su mente la anciana cambiaba el nombre Daniela por Rosario:  Así, la canción terminaría diciendo “Y Rosario muy niña, huerfanita quedó”. 

Cuando sus ojos contorneados por un azul marino con una mezcla de marrón rojizo en el centro se aguaron, la sonriente señora  se espantó. Agitó su cabeza y rechazó que le hablara de algo triste. Recalcó que siempre estaba feliz y que “Aunque uno no tenga nada, nunca se debe estar amargado”. 

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Pero en el Centro de Barranquilla no todas las historias saben a esperanza. Calles abajo, en plena iglesia de San Nicolás, entre palomas, tintos y prostitutas, un viejo hombre sentado en un largo banco se perdía a sí mismo con los ojos anclados al suelo. Camisa manga tres cuartas color lila difunto con los botones abiertos hasta el pecho, pantalón gris clásico, barba canosa a medio salir y una bolsa negra en su mano. Era un anciano que actuaba como si su alma ya no perteneciera a su cuerpo.

José García de 82 años sentado a las afueras de la iglesia de San Nicolás. Barranquilla

Con su apático rostro volteó a la izquierda para ver a un vendedor de medias que atravesaba la plaza de punta a punta con su negocio andante. Lento y sin garbo, se levantó como si le pesara el cuerpo y  caminó hasta donde ese comerciante que nunca se detuvo a atenderlo. Media vuelta y el anciano quedó sin rumbo, de nuevo, mirando hacia dirección contraria. Ahí estaba yo, pidiéndole con mi mano que se acercara y él, con cierta incertidumbre, accediendo a mi petición. 

  • ¿Qué iba a hacer donde el vendedor? -pregunté-
  • Pues… le iba a comprar unas medias, pero al parecer pensó que no.

Con 82 años, seis hijos, una cónyuge y una orientación política conservadora, José García suele andar por las calles aledañas a la iglesia para pasar sus ratos de soledad. A los dieciocho años y en tercer semestre de derecho, García decidió cambiar los libros por las armas. 

Un 7 de diciembre de 1956 lo embarcaron en un avión Douglas que a Ibagué fue a parar. “Me fui por rebeldía, por llevarle la contraria a mi madre. Ni ella ni mi padre estaban de acuerdo con que me entregara al ejército. Un año después de estar allá adentro mi madre murió y nunca más la volví a ver”, expresó José. 

Con tristeza, decepción y desesperanza, hoy divaga por el Centro Histórico de la ciudad cargando en su memoria los recuerdos de varias masacres y el infortunio de pertenecer a una familia disfuncional.  Aunque la muerte parezca ser la solución a su desdicha, José direcciona su vejez bajo la idea pesimista de que “dura más uno muerto que vivo, entonces vivamos la vida, qué más da”.  

Cae la noche lentamente. La multitud se apacigua mientras los almacenes bajan sus esteras. Algunos perros se echan bajo cualquier viejo techo y el flujo de los carros se detiene por completo. José se levanta, me extiende su mano y me dice que fue un placer haberme conocido, que si lo llego a ver otro día dando vueltas por cualquier lugar, lo salude. Me quedo sentada mientras veo cómo su figura desaparece en el fondo de algún callejón con destino incierto. 

Al otro lado de la calle, unas cuadras más arriba, Rosario también abandona su morada. Se levanta con ayuda del bastón, recoge sus pertenencias y camina con su esposo hasta el corredor de la casa donde le dan albergue por las noches. Javier la despide, agarra el bus y parte a su hogar. Rosario queda allí, sola. Esperando que pase la noche y se hagan las seis de la mañana para volver a ser la sonriente bajo la ceiba que le alegra el día a caminantes infelices como José. 

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