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Por: Randy Gómez Africano

Es la diminuta villa de Guaduas por la noche, la tierra de nacimiento de una reciente y controversialmente desmentida Policarpa Salavarrieta. El bus que nos está devolviendo a nuestro pueblo tomó la opción de parar después de pasar tres grandes municipios y algunas decenas de kilómetros. Era el momento de descansar antes de empezar el viaje pleno. 

En escena, se introducen unas luces blancas, un camión transportador de animales vacío y a su lado un asador con cuerpo de chimenea donde un varón delgado con tapabocas voltea cortes rústicos. Un letrero grande con diseño de madera y dos cowboys colombianizados anuncia el nombre: 

BIENVENIDOS 

PARADOR PORTAL CAMPESTRE 

El conductor entra justo al lado izquierdo y emplaza la gran máquina caminante de autopistas en un barrial que funciona como parqueadero. Al frente, una estructura de metal y madera color negro azabache, parecida a una cabaña y establo a la vez, nos saluda. A su alrededor, palmas y palos tupidos y una casa de tejas rojas que funge como hotel campestre.  

Hay cuatro buses al lado de la estructura que esperan a los pasajeros, uno de ellos ya está próximo a marcharse, siendo precedido por un llamado de una dulce pero fuerte voz femenina que reza: 

Pasajeros del bus Copetran 8081 con dirección a las ciudades de Santa Marta y Riohacha, por favor dirigirse de vuelta al transporte 

Al bajarnos, un olor campestre clásico entra a las fosas nasales, mezclado con la esencia contundente de los condimentos de la comida del sitio. En este lugar las mañanas son calientes como sus fogones y el sol caribeño, pero las noches son gélidas como una nevera industrial, y la tierra de alrededor se mezcla entre dos estados, seca o lodazal.  

En el primer piso meseros con camisetas rojas desgastadas, algo motosas o descoloridas en la corrienda llevando platillo servidos en fuertes vajillas de cerámica blanca sin patrones ni detalles, choferes corriendo a los baños, pasajeros comiendo o esperando abordaje, mesas y sillas de madera con el estilo de restaurante campesino, algunas con los colores erosionados y la fragilidad empezando a aflorar, gestan el recibimiento.  

Diagonal a la plataforma esta la cocina y asadero en apresurado y pleno funcionar; a la derecha una tienda con un cerro de manjares blancos, gomas artesanales, conservitas y diminutas botellas de licor local y escaso, habitantes de las bandejas de icopor y papel celofán, esperan para ser escogidos como souvenir a llevar a los parientes de los, en unas horas, visitantes o retornados dentro de sus núcleos; en el centro, esas mesas de madera ya observadas con los comensales; al fondo unas colosales vitrinas gemelas, empañadas por un humeante cerro de fritos caseros resguardados entre los vidrios; y arriba, un segundo piso más proveedor de confort donde los conductores ingieren los componentes del festín andino, hecho con voluntad y técnica casera, para partir con recarga realizada a sus diversas travesías, donde no hay posibilidad de volver a hacer un alto por descanso. 

A mi acompañante, llamado con iniciales literatas J.V., le comenté al tomar alguno de los asientos con la madera descolorándose y ubicado debajo de las escaleras que dan al Valhala busetero materializado en un piso exclusivo: 

– J.V., ¿Por qué será que paran tanto los buses aquí? Esto no se divisa como un parador cualquiera presentado como otra opción más para cada decisión de detenerse a descansar que hagan los choferes. Esto es algo más importante 

La pregunta venia con antecedentes, en nuestro viaje de ida ya habíamos hecho una parada aquí, pero con el firmamento despejado; el sol supervisor empañando con su brillo la mirada a la carretera y al resto del caserío; y con un joven de agudo acento antioqueño muy mediático y llamativo, vestido en gorra vieja y camiseta azul de algodón sofocante ofreciendo los platillos de la mañana y mediodía con desafiantes frases, no tan ajustadas al contexto de ese día, que decían: 

– ¿Ya comió? Porque me contaron que para llegar a Bogotá son cinco horas las que hay por el plan retorno. 

Y en esas horas, así como en esta noche, la escena de un quinteto de buses recostados y alineados junto a la casa de acero azabache y fronteando a algunas mesas de madera desgastadas era la presentada a los clientes y la que estaba emplazada detrás de nosotros. Todos tenían las libreas de un mismo grupo de magnas transportadoras como Brasilia, CopetranUnitransco o Bolivariano.  

Al escuchar mi interrogante, J.V. responde con distracción y despreocupación: 

– No sé, aunque este parador es excelente, parece que todos en esta ruta paran exclusivamente aquí, debe haber algún tipo de convenio o algo así.  

La duda me hizo levantarme a explorar un poco, hacer una expedición por respuestas y saciar el hambre con el menú extenso y detallado del lugar. Es un universo de platos variados engendrados en el lado más escondido y rural de la región Andina, como la cazuela de frijoles o un plato de chorizo en salsa con arepas, ambos empapados en el mágico envolvimiento de un firme ahumado provisto por carbones veteranos y sus esencias inmediatas.

Todos se piden aproximándose a un mostrador de viejo acero que parcialmente separa de la vista la elaboración instantánea de cualquier festín por parte de las manos veteranas de unas mujeres con diversidad de origen y años de cocciones, sazonadas y manejos de amenazantes estufas industriales brotando de sus frentes y marcándose con músculos espontáneos, y alguna que otra quemadura invasora, en sus brazos. La fila que hay antes de apersonarse en el mostrador y la organización que vigilan los meseros fuerte y minuciosamente mientras me aproximo a realizar una orden lo hace sentir todo como un rito, un protocolo religioso con resultado gratificante manifestado en la derrota de un hambre posterior a un abrasivo recorrido terrestre. 

Después de haber practicado aquel ritual, esperando un llamado para recibir mi platillo, divise a un hombre que parecía destacar entre la nómina de meseros parado frente a la vía, sacudiendo un trapo ennegrecido con franjas verticales de mugre y grasa azotando su color amarillo, y con una gorra azul descascarada y deforme cubriendo su pelo corto escaso pero gris y brillante. El, a pesar de también ser un mesero, parecía ser quien indicaba a los colosales vehículos el ejecutar de su arribo y parqueo en el barrial, y tenía la vista un aura de llevar un vivir de historias y experiencias que resolvería mis flamantes interrogantes. 

Me acerque y exprese mis dudas, pero engendrando una sorpresa involuntariamente, entre un carisma y una confusión, a causa de una escondida realidad opuesta al intuido hecho de ser un individuo veterano en el sitio, me respondió: 

– Yo llevo un año trabajando aquí y no sabría decirte mucho por eso, pero este es un parador muy visitado tanto por turistas como por los buses. Todos llegan para traer al pasajero. 

– ¿Qué tanto suele ser la frecuencia de los buses que vienen acá? 

– A diario, es muy buena. Todo el día salen y entran buses 

– ¿Por qué cree usted que este sitio es tan apetecido y los buses se aparcan exclusivamente en el habiendo tantos paradores? 

– Bueno, diría que la atención, y que el sitio es bueno, tiene hotel y todos los servicios. Los choferes tienen sus buenos sanitarios para usar y ducharse. Lo atractivo también viene siendo que esta céntrico, estamos emplazados en todo el centro de Guaduas. 

Agradecido pero un tanto inconforme, me despedí y salí de su vista. En ese instante una voz de las también, aparentemente veteranas, cocineras anunciaba así mi, próximo a consumir, ligero festín: 

– Chorizo en salsa con arroz blanco y sin aguacate.  

– Aquí-dije al bajar de vuelta al piso de baldosas rojas y llegar al mostrador 

– Ahí están los cubiertos. Puede tomar unos limones para su chorizo al lado-dijo la mujer morena vestida con negra y desgastada red de cocina en el cabello y chaqueta. 

Al lado humeaba el asador con forma de chimenea propia de una clásica serie de televisión norteamericana. Lo controla un joven ágil, delgado pero musculoso en los brazos. Al instante inmediato explotan consecutivamente olores a fuertes carnes con sus costras de adobo hecho a base de finas hierbas remojadas en un menjurje marrón y rojizo de aceites, perejil y achiote, era una simulación adaptada a los caminos del Andes colombiano del chimichurri. Con esta esencia magistral agarre mi plato, me senté y realice ingesta de ese fuerte y acido sabor a hogao con limón que arropaba al chorizo previa a mi regreso a la gran maquina viajera.  

Aun invadía la duda sobre si este sitio era el común para los choferes para hacer paradas, ya fuera por acuerdos y ordenes de las empresas o no. Quería saber si en cada travesía por la suave, y compuesta por la falta de cumbres que ascender, ruta I-50 que atraviesa las tierras calientes del interior de la patria, era una norma llegar a este lugar.  

Al concluir y levantarme en dirección al bus con librea rojiblanca y azul, y una gaviota abstracta por logotipo, sin ya chances de responder esa curiosa y fugaz interrogante, pero complacido por el encanto del lugar y sus servicios colmados de deleite y amor, J.V. se dirige a los sanitarios, perpetrando una espera equivalente a la de una consulta en el sistema de salud local. Ahí divise que la mayoría de los gigantes vehículos para viajar por tierra habían partido, y solo quedaba el nuestro esperando para lanzarse de vuelta a la trajinada travesía con dirección a nuestro caluroso hogar costeño. 

En ese instante inmediato, buscando hablar con un chofer para saber de forma oficial, tal vez corriendo la posibilidad de estar entrometiéndome en un posible protocolo o información empresarial, no tan confidencial como archivos de atemorizantes agencias gubernamentales, pero igual guardada con furia estricta por propietarios de transportadoras, aparece ante mis ojos un chofer de mi propio bus al que no había captado durante las horas que precedieron a esta parada. 

Él era sorpresiva y colosalmente parecido al Watson del Sherlock de Cumberbatch, pero de una altura reducida que casi no pasa de mi cuello, orejas pegadas y con la piel de color café claro. Le dije las mismas preguntas, pero esta vez teniendo de enemigo su tiempo y el afán que había con el vecino regreso a la marcha por la carretera, solo alcanzo a decirme: 

– Este sitio es maravilloso, siempre venimos aquí. Ya es normal parar por acá cuando vamos por esta ruta. 

– ¿Por qué les gusta tanto? 

– Por la atención y demás cosas, es un sitio cómodo y relajante. 

– ¿Sabe si es algo oficial de las empresas? ¿Tiene algún acuerdo con el lugar? 

– Parece, pero no sabría decirte mucho, y no tengo tiempo igualmente. Tengo que irme a descansar para manejar en la mañana, cuando pasemos por el Cesar. 

Y justo después de expresar su necesitada intención, se subió a la máquina, ejecutando su siesta busetera que tiene de camas el ultimo par de sillas del bus. En ese mismo momento recibo el llamado de J.V. para replicar su acción y subirnos con tal de esperar la vuelta a la marcha y con ella una docena de horas adicionales en dirección a la ciudad donde el rio desemboca en el Caribe. Ahí observo con alargada distancia, como si mis ojos fueran un binocular, aquel kiosco azabache una última vez.

A mi especulación deje el por qué de las comunes y tal vez oficiales paradas ahí. Mientras que sonando Te Necesito de Los Tupamaros, tanto afuera en una cantina al frente del parador como en el reproductor de mi teléfono, me despido de aquel placentero pedazo de recarga efímera y comodidad, manifestadas en un parador que se mantiene siempre con la alegre espera de cada habitante de los buses durante su travesía en la carretera, si su ruta resulta ser la que, con suerte celestial, pasa por Puerto Boyacá. 

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