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Por: Luis Felipe Dávila

Hace unos días, el Departamento de Filosofía y Humanidades de la Universidad del Norte convocó a sus egresados a una jornada de actualización profesional. Esta actividad incorporaría un networking con empresas de la ciudad y un diálogo entre destacados filósofos a nivel nacional para discutir los desafíos de ejercer su profesión en el mundo laboral contemporáneo.

En el bus, cuando me dirigía hacia el evento, le escribí a mi esposa que me invadía el pesimismo; que esto sería la misma vaina de siempre y no conseguir nada; que dale que dale con las hojas de vida y ni una llamada. Pero regañado y aburrido, continué con mi camino, no sin razones para sentirme así. A pesar de tener un trabajo como docente en un colegio privado, el salario es insuficiente para todos mis gastos y cada mes me respiran las mismas inquietudes: el dinero no alcanza, los paños del bebé, el crédito, la compra; otro mes apretado y prestando, que una cosa y la otra… En fin, cansado y con bajas expectativas, llegué a la u.

La jornada comenzó con un diálogo entre cuatro personajes del escenario filosófico del país:

– Beira Aguilar Rubiano, politóloga de la Universidad Nacional y filósofa de la Universidad Libre.

– Néstor Rodríguez Ardila, licenciado en Filosofía y Letras de la Universidad Javeriana, magíster en Economía de la Universidad de los Andes.

– Andrés Martínez Pardo, maestro de Arte en Amsterdamse Hogeschool voor de Kunsten y maestro de música del Conservatorium van Amsterdam.  

– Irene Vélez Torres, exministra de Minas y Energía (2022-2023), con formación interdisciplinaria en Ciencias sociales, Geografía Política y Estudios Culturales.

Hubiera sido una discusión corriente si Andrés Martínez no le hubiese tirado a Irene Vélez. Los puntos disruptivos del coloquio fueron cuando Martínez comparó la arenga de los aficionados de Colombia (en el partido contra Brasil en el estadio Metropolitano) con una suerte de manifestación nietzscheana del “espíritu libre”: una efervescencia bacanal colectiva que evocaba un descontento que se hizo sentir por todo el lugar. Cabe destacar la expectativa generada por Martínez al evitar expresar directamente que aludía a la arenga del “fuera Petro” que hizo sacar del Metropolitano a la familia del presidente. Con quienes hablé, luego de esta situación, coincidimos en la tensión innecesaria que generó para insinuar todo el tiempo esta frase sin decirla. Una cosa de locos.

Martínez criticó luego el uso de “eufemismos” como “paz total” dentro de un discurso político y social. Si bien no recuerdo el contexto preciso de esta afirmación durante sus intervenciones, mis compañeros y yo comentamos aquel momento saliendo del evento. Vélez, en cambio, nunca atizó a Martínez directamente, pero una amiga me contó que, culminada la sesión, la exministra les espetó a algunas profesoras en el baño: “¿Y a este loco de dónde lo sacaron?”.

De Vélez también conservo una de sus reflexiones, que permite un análisis sobre la pertinencia de los filósofos y humanistas en la sociedad.

Ella expresó que a cargo de Minas y Energía intentó modificar el Manual de funciones y competencias laborales de este ministerio para incluir perfiles profesionales como antropólogos, licenciados en Arte, historiadores, filósofos, expertos en Literatura, entre otros. Vélez compartió el móvil para impulsar tal cambio: fue el producto de una investigación particular sobre la falta de inclusión de personal con formación humanista en los distintos estadios gubernamentales, sobre todo, en altos cargos ministeriales. De manera que, en un considerado y desinteresado gesto de reconocimiento a quienes se dedican a las artes liberales, Vélez expandió el crisol de exigencias técnicas para que funciones como la de coordinar el proceso de exploración, explotación y distribución de hidrocarburos, dirigir la distribución y comercialización de energía eléctrica a nivel nacional y formular una política nacional en materia de energía nuclear y materiales radioactivos, sean cubiertas por filósofos y literatos. Creo que, por lo menos, hay diez mil billones de razones para considerar si la formación en metafísica o teoría literaria contribuyen a la ejecución de las responsabilidades técnicas que supone un cargo como el de ministro de Minas y Energía.  Al final del día, esta pretensión de Vélez se cayó por una demanda interpuesta por el senador Miguel Uribe ante El Consejo de Estado que sentenció nula la modificación de este manual.

Ante lo expresado por la exministra, he considerado lo siguiente, en diálogo con los primeros capítulos de Lecciones preliminares de Filosofía, de Manuel García Morente.

Ninguna profesión, ningún área de conocimiento debe ser reconocida a través de la imposición, especialmente en escenarios en los que su campo es poco trascendente. En cuanto a las ciencias humanas, por ejemplo, es importante reconocer su lugar y la aplicación de sus conocimientos a campos concretos. Respecto a la filosofía, que ha sufrido el desprendimiento o especialización de diversas ramas del saber que han delimitado su campo de estudio, se ha reducido a dos áreas de conocimiento: la ontología y la gnoseología. Estas aportan poco (o nada sustancial) al ejercicio de unas funciones técnicas descritas en un manual de funciones para una cartera como Minas y Energía. Es inadecuado imponer a los filósofos responsabilidades que están fuera de su área de especialización, e intentarlo socavaría el valor de su profesión. Imponer es destruir. Cuando el filósofo hace lo que no le corresponde en la sociedad, se contribuirá justamente a que personas como el otrora alcalde de Cartagena, Manuel Vicente Duque, salga a decir en un programa de televisión que la filosofía no sirve para nada. El filósofo puede impactar a la sociedad, pero no a través de la violenta imposición de quienes quieren que sea forzosamente relevante.

No alimentaré la tramoya interminable de reflexiones que abordan la cuestión de para qué sirve la filosofía. Me limitaré, sin embargo, a la corta exposición de los campos que no abarca esta disciplina, para que haya claridad, en sentido negativo, de qué cosas no puede hacer un filósofo (o no le corresponde hacer) si prescinde de una educación técnica: a la filosofía no le corresponde el ámbito del número y la figura; esto les corresponde a las ciencias matemáticas. Tampoco el estudio de la relación de los cuerpos materiales; esto es para la física. Tampoco el estudio de la constitución íntima de dichos cuerpos, que le corresponde a la química. Asimismo, el estudio de todos los seres vivientes (animales, plantas y todo lo que se mueva) es tocante a la biología. Estas, y otras ciencias afines, se desgajaron de la filosofía hace mucho tiempo porque han circunscrito un objeto de estudio propio. De ellas proceden las competencias para alguien que aspire a una cartera como Minas y Energía, Hacienda y Crédito Público, Comercio, Industria y Turismo, Transporte, Ciencia y Tecnología, y otras similares. Pero esto no indica que cualquier formación técnica deba estar desconectada de un sentido humanista que reconozca la belleza de otras formas de conocimiento, conocimiento universal que evoca el espíritu humano. (No sin fundamento, la Universidad del Norte optó para que todas sus carreras cursen electivas de Historia y Humanidades, pero ello no implica que se deba reconocer formalmente, y sentido contrario, al científico o médico como filósofo. Estas pretensiones abundan últimamente, y también son desafortunadas). La filosofía queda, entonces, afirmada en áreas como la metafísica, la lógica, la ética, la estética, la filosofía de la religión, y ya casi por desprenderse, por un hilito delgadito, la sociología. Estas áreas, con un método y un rigor de estudio específico que no posee la ciencia, quedan reducidas a la ontología y la gnoseología: el estudio del ser en general y el estudio del conocimiento en general.

Mi esposa me dice que no olvide la arracacha en el licuado del bebé. A veces olvido algún ingrediente. Que no falte el pimentón, la papa criolla, la cebolla larga, el pollo, la ahuyama. Primero se cocina todo y se licua y se da con mucha paciencia. Paciencia.

Salimos del recinto. Teníamos que movilizarnos rápidamente hacia un restaurante contiguo al edificio donde estábamos para las entrevistas con las empresas. Ya eran las seis y pico y teníamos unos minutos de retraso. Se suponía que, en el cronograma de todo el evento, que iniciaba a las cinco de la tarde, el diálogo inicial debía culminar a las seis, para dedicar una hora adicional al networking. En la caminata breve de aquí para allá, algunos antiguos compañeros tuvimos tiempo de saludarnos y ponernos al día con nuestras cosas, que cómo va el postgrado, el camello en el call center, la novia, el matrimonio, los hijos, esto y lo otro. El único con hijos era yo, pero hacía parte de un grupo reducido de matrimonios.   

En el restaurante adecuaron una pequeña sala con unas pequeñas mesas. En las mesas, los nombres de las empresas inscritos en un exiguo papel cartulina. Una pantalla de fondo, pendones de #SoyEgresadoUninorte, la directora de la oficina del egresado, profesores. Me faltó señalar el detalle de la presencia de la mayoría de los profesores del Departamento de Filosofía durante toda la jornada. Un gusto enorme ver a algunos; otros, solo una anécdota anodina de mis cuatro años de pregrado.

La directora de la oficina del egresado, Karen Chamíe, recitó la importancia que tenemos para la universidad y la importancia de nuestra asistencia al evento. Luego fue nombrando a algunos egresados para compartir su experiencia laboral con el público. El primero, Álvaro Iriarte, un tipo de la primera promoción del pregrado de Filosofía. Nunca cruzamos palabra. Nunca nos conocimos. Un tipo alto, con el cabello engominado, bien parecido, que relató a todos su labor como coordinador de relaciones públicas en un prestante colegio privado de la ciudad. Ahora, junto con Daniel Martínez, otro egresado (a este sí lo conozco), hace aplicaciones en Python y trabajan como freelancers para algunas empresas en el manejo de datos. Daniel pasó justamente después de Iriarte. Fuimos buenos compañeros de debates teológicos.

—Hola, cristiano —me saludó cuando me vio.  

—Hola, ateo —le devolví.

—Muchas gracias. Eso para mí es un cumplido —me respondió con una sonrisita.

Él, después de estar involucrado en proyectos de cine, se dedicó a crear aplicaciones en Python. Ahora, reinventado, utiliza un dron para captar imágenes que utilizarán las empresas con las que trabaja para procesar información. A mi lado estaban Gerardo Álvarez, un buen amigo, y Gabriel Núñez, quien también pertenecía a la primera promoción. Con él sí tuve la oportunidad de compartir en diferentes eventos como estudiante. En el pequeño lapso de las intervenciones de nuestros compañeros, hablamos de todo un poco. Gerardo estudia el postgrado de Filosofía en Uninorte y Gabriel, después de graduarse, estudió Derecho y ahora trabaja en un exitoso bufete.

—No, marica, uno no se puede quedar solo con la Filosofía —nos dijo.

Daniel cerró y recibió algunos aplausos filosóficos. Luego pasó María Camila Bolaño. Con María Camila estudié algunas asignaturas y nos llevamos bien. Está casada, estudió una maestría en Educación Intercultural en una universidad virtual y trabaja actualmente en proyectos educativos con la alcaldía de Barranquilla. La sigo en LinkedIn. Es muy activa en esta red. Comúnmente publica su experiencia de docencia en aulas de diversos contextos sociales de la ciudad. He pensado hacer lo mismo, pero con mis estudiantes. Mis estudiantes son de clase media-alta (más alta que media) y lo único que podría publicar sería la tensión que genera en el aula un examen de Literatura. Todos cabezas sobre el pupitre, en una escenografía de ensueño para los estudiantes de María Camila: un gran salón, aire acondicionado, videoproyector, ambientación de sonido, computador de última generación…

Salgo un momento con mi esposa y mi hijo. Tomo una pausa de la vertiginosa escritura de este texto. Creo que la pequeña caminata me hará oxigenar las ideas. Recuerdo que en tono de broma le digo a mis estudiantes, después de un examen difícil: “Arranque pa’ los pasillos y tome aire pa’ descansar el celebro”. Vamos a un parque cercano. Mi hijo, de un año, ya se manda solo por el deslizadero. Sonríe. Mueve su cuerpecito en pequeños movimientos hasta alcanzar el final del recorrido. Parece un niño feliz.

Culminado el exordio del networking, cada uno tomó vía libre para acercarse a cualquier mesa.  Durante las intervenciones, ya había visualizado dos casetas, una contigua a la otra, y cercanas a donde me encontraba: La Cueva y Luneta 50. La Cueva era presidida por un señor entrado en años, regordete. Al principio, los nervios corrientes. Me acerqué despacio (noté que fui el único que se acercó de primerazo a esa mesa) y me presenté. Luis Felipe Dávila, egresado del programa de Filosofía y Humanidades de aquí, de la Norte. Quisiera saber si hay alguna necesidad en la Cueva que pudiera apoyar. Entonces el viejito regordete se desató: “Miguel Iriarte, el director de la Cueva”. El hombre me reprodujo, corto pero prolijo, la historia de este lugar emblemático. También me nombró las distintas actividades culturales adicionales al restaurante, restaurante que en otro tiempo funcionó como un bar que congregaba intelectuales y artistas del Caribe como Alfonso Fuenmayor, Álvaro Cepeda Samudio, Alejandro Obregón, Cecilia Porras, Enrique Grau y Gabriel García Márquez.

—Pero a la gente no le gusta la parla de la Cueva, solo viene a beber y a pasar el rato —me dijo, y añadió—: Necesitamos apoyo extendiendo el discurso cultural de la Cueva a la ciudad para que la gente conozca más acerca de lo que representa para la cultura.

Miguel Iriarte era un señor bien. Se podría reconocer en él a uno de los últimos adalides de la cultura en la ciudad. Ocupa desde hace poco la dirección de la Cueva debido al fallecimiento de su director-fundador, Heriberto Fiorillo, con un gran legado sobre sus espaldas. Me interesó el proyecto y le pedí su correo y su número. Le escribí por e-mail en un par de ocasiones sin una respuesta concreta. Lo último que recibí fue: “Nos reuniremos luego de la tragedia carnavalera”. No sé si aludía a la de este año, ocurrida hace un par de meses, o a la del próximo.

Le he hecho la misma pregunta a mi esposa varias veces:

¿Será que nuestro hijo es feliz? lo expreso con pausa, para que ella considere la seriedad de la pregunta. Pero responde sin vacilar:

Claro que es feliz.

¿Por qué lo dices?indago inmediatamente.

Porque parece un niño feliz.

Dejo de preguntar y me concentro en la escritura de este texto.

Luego pasé a Luneta 50. Me recibieron dos personas: un señor ya entrado en años y una señora, un poco más joven que él y de la que, durante la conversación, no pude eludir la punzada mental de si era su esposa, su novia, su concubina. El hombre se presentó como Manuel Sánchez, fundador de Luneta. Indagando sobre él, reconocí que era hombre con un largo trayecto en la gestión cultural de la ciudad. Me presenté e intenté replicar las mismas preguntas que con Iriarte, necesidades identificadas en su fundación en el que necesiten asistencia de un filósofo. Sánchez me habló también de una iniciativa para crear diálogos culturales en la ciudad. Lo interrumpí diciéndole que sabía de primera mano lo difícil que es la promoción cultural. Mi papá es artista plástico y junto a él recorrí algunas entidades que promueven (o deberían promover) la cultura en busca de apoyo para alguna exposición o actividad artística: secretarias de cultura locales, entidades privadas, universidades; llegamos hasta el mismo Ministerio de Cultura, en ocasión de un viaje a Bogotá. La respuesta es la misma, llena este formulario, hay pocos recursos, ya se cerró la agenda, déjenos su brochure y nosotros lo llamamos. Hacer cultura es jodido, rematé. Cómo se llama tu papá. Le di su nombre, con un poco de temor, ya que conozco que mi viejo ha tenido ciertos desencuentros en algunas de aquellas correrías culturales.

—Yo conozco a tu papá —replicó Sánchez.

—Qué bueno —respondí con sonrisita fingida mientras leía su rostro.

Por prudencia no le pregunté cómo ni en qué circunstancias se conocieron, pero Sánchez me entregó su contacto y correo. Cuando llamé a mi papá me dijo que su relación era en buenos términos, que él mismo conocía Luneta y que no dudara en enviar mi hoja de vida; que Luneta no era una casa de bareque con piso en tierra, sino un lugar bien donde se tienen los recursos para hacer cultura. Al enviar un par de mensajes a su correo con mi hoja de vida, nunca recibí respuesta.

Aunque el inicio de este texto será con “Hace unos días”, para su escritura habrán pasado semanas (y no sé cuántas más para su publicación). Intento aprovechar las vacaciones escolares de fin de año para escribir con diligencia. Habrán pasado semanas, y con ellas, muchas cosas. Quizá que mi hijo ya camine y reconozca mejor las formas cotidianas de nuestra casa; quizá tenga un nuevo empleo, el alivio de algunas deudas, unas vacaciones… Reconstruyo esta historia a fuerza de memoria, solo porque justo cuando finalizaba la conversación con Iriarte, tuve aquella sublime iluminación literaria para plasmar en un texto toda mi experiencia en el networking. En otras ocasiones, esa claridad llega a tiempo y alcanzo a activar la grabadora del celular y convertir aquellas voces en escritura. He grabado conversaciones entre vecinos, entre estudiantes universitarios, entre pasajeros en un bus. Algunas veces, aquellas grabaciones se transfiguran en cuentos, crónicas, columnas, o terminan como simples proyectos que nunca ven la luz.

Finalicé el recorrido con Fundesarrollo. Apenas conocía sobre esta fundación, pero quien me recibió, David García, me amplió un poco sobre los proyectos de esta organización. Funge como coordinador de investigaciones y también como docente de la Universidad del Norte. De mi presentación le llamó la atención que fui facilitador de conversaciones para un proyecto de diálogo nacional. Me comentó que para el próximo año abrirían proyectos para analistas cualitativos. Cuando le envié el correo, me respondió que me tendría en cuenta a inicio de año, cuando retomen actividades. Pero a inicio de año, cuando le escribí nuevamente, me respondió que ya no trabajaba allí.

Una amiga me escribió que su casa se estaba inundando. Dejé el texto a un lado y salí rápido a ayudarla. También la asistieron algunos otros que vivían cerca. Mi conjunto se encuentra enfrente, atravesando un parque. Era medio día. Al llegar constaté que el desesperó de su audio no era infundado. Tenía todos los cuartos y la cocina llena de agua. Su bebé lloriqueaba por el almuerzo mientras ella se debatía en intentar colocar un tapón al tubo o darle de comer a su bebé. Nos dividimos las tareas, algunos trapeando y otros considerando como subsanar la fuga. El tubo de desagüe de la lavadora irrigaba agua a borbotones.  Después de algunas pruebas de plomería casera, comprobamos que había una obstrucción en la tubería de la cocina y del lavado, que estaban interconectados: si se abría la llave del lavaplatos, el agua emanaba por el tubo del desagüe del lavado. Ante la promesa de la administración del conjunto de enviar a un plomero en un par de horas, decidimos instalar un pequeño tubo que pudiera destilar el agua hacia un pequeño tanque. Con esto no se solucionaría la fuga, pero mi amiga podría evitar una inundación vertiendo el agua cuando el tanque estuviera lleno.

Todo terminó. Cerraron los estantes y salí del restaurante con una pequeña lista de números de teléfono y correos electrónicos. Un grupo de amigos tomaríamos el chance de María Camila, quien me dejaría cerca a la casa de unos familiares de mi esposa, donde estaba mi hijo. Ella tuvo que dirigirse intempestivamente hacia una clínica para acompañar a mi suegra por una urgencia médica y dejó al niño allí mientras se terminaba el networking. Ya era de noche cuando salimos de la universidad, y yo solo asentía en el auto las conversaciones de mis amigos, que el cachaco ese cule pesao dándole a Irene, que yo no me pillé las indirectas hasta que dijo esto o aquello, que cómo es posible que esa vieja aún tenga policías como seguridad del Estado; todo va bien con mi proyecto, con mi firma, con mi negocio. Pero yo solo pensaba en mi esposa y en mi hijo y en la nostálgica situación de los ingresos de mi casa. Quería verlos, abrazarlos. Cuando llegué, era una prima de mi esposa la que intentaba consolar a la criatura, pero su llanto era insufrible. Apenas me vio, me estiró sus bracitos y partimos hacia la casa. Nunca me soltó en el camino y cayó en un sueño profundo que se prolongó hasta que lo acosté en su habitación. Llegados al conjunto, la luna iluminaba sobria, fría, imponente. Algunas noches extiendo mi mano hacia arriba y le digo a mi hijo: “Laaa luuuu-naaaa. ¡¿De qué color es la luna?! Blaaaan-ca”. Y se lo repito varias veces. Tarareo mentalmente lo único que recuerdo del capítulo siete de Rayuela, esa parte del final que dice,

como una luna en el agua.

La solución fue fácil y en menos de una hora. Nos despedimos del apartamento con la condición de que nos dijera cómo terminaría lo del arreglo con el plomero. El calor a medio día era asfixiante y la radiación insoportable. Pensaba detenerme en un pequeño estand público de libros en el parque que tenía la apariencia de una jaula de pájaros que alimentaba (y desalimentaba) la gente. El propósito con ello era que los asistentes del parque tuvieran la oportunidad de leer un libro y que todos disfrutaran de esa lectura. Hace una semana albergaba una docena de buenos libros, pero de ediciones muy viejas, entre las que destacaban a Pedro Paramo y Cien años de soledad. Hace dos días solo quedaban cuatro, cuya existencia no había advertido antes: dos ediciones de libros infantiles en francés, un Platero y yo, y dos biblias pequeñas de los Gedeones. Ayer en la mañana solo quedaba una biblia pequeña y un libro infantil. Ahora no vale la pena detenerse. Cruzando el parque intento recrear la escena final de mi experiencia en la universidad. Hasta ahora llevo una imagen vaga pero sacudida por el fragor del mediodía. Salgo del restaurante con un grupo de compañeros. En el camino hacia la salida, acordamos irnos en el chance de María Camila, quien tomaría una ruta que me acercaría a un lugar para cumplir con una diligencia. Camino al parqueadero, recorremos algunos pasillos y bordeamos la fuente principal. De noche, la universidad es hermosa. Recuerdo que esta institución tuvo que tomar decisiones cruciales que involucraron el gobierno de un filósofo: pocos años atrás, Jesús Ferro Bayona, filósofo y humanista, y el hombre más laureado a cargo de una universidad colombiana, anunció su retiro de la rectoría después de casi cuatro décadas. Su lugar lo ocuparía un economista, Adolfo Meisel. Una decisión que se vislumbraba como un mal presagio. En el carro, entre las risas de mis compañeros al evocar la situación entre Vélez y Martínez, pensé que las personas también somos sombras de un destino incierto, que la vida discurre en una levedad insondable e infinita

que no podemos penetrar y comprender

completamente.  

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