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Por: Juliett Márquez

Encerrados entre cuatro rejas de alambre hay dos monos aulladores. Sus pelajes de color rojo brillan sin necesidad de luz. Hay un cruce de miradas entre un visitante y la mona hembra. De repente, la mona empieza a temblar. Los niños se ríen e imitan a la pelirroja, quien no apartaba la vista del visitante.

Luego, da una, dos, tres y cuatro vueltas en su pista de baile. La risa de los niños aumenta aún más. Los adultos que los acompañaban sacan sus teléfonos para grabar la escena. Todo es risa y diversión hasta que la mona cae al suelo y se estremece una y otra vez. La pelirroja que temblaba sin cesar sufrió de una convulsión.

“¿Está muerta? ¿Qué le pasó? ¡Alguien llame a quien la cuida!”, gritaba un muchacho con acento paisa sin dejar de mira a la mona.

A los pocos segundos, ya había una multitud de gente observando la escena. Algunos lloraban por pensar que la mona estaba muerta. “No los están cuidando”, “Todos están enfermos aquí”, “Pobrecita, mírenla como está de desubicada”.

Los niños, aterrados por lo que acababa de ocurrir, corren a abrazar a sus padres, quienes buscaban ayuda a alguien del lugar. Minutos después, los trabajadores del lugar apartan a todos los que vivían tal escena con la excusa de que ya venía un veterinario a examinarla. Estamos en el Zoológico de Barranquilla.

En Barranquilla, a cinco cuadras de la vía 40, en la calle 76 con carrera 68, un grupo de especímenes viven todos los días la fiesta más aburrida de los tiempos. Los animales que habitan el Zoológico de Barranquilla no hablan, ni bailan, ni interactúan, ni escuchan música, ni pueden verse. Ellos ni siquiera se dan cuenta en dónde están, cómo llegaron allí o si volverán a su hogar.

Día y noche duermen, comen -muy pocos se relacionan- y viven alrededor de cuatro paredes rocosas y grises que les recuerda la soledad en la que les tocó vivir. No lo pidieron, solo pasó, una racha de muy mala suerte.

No se dan cuenta de que están presos hasta que, por accidente o con intención, se lanzan contra el vidrio templado que los separa de quienes llegan a verlos.

Pareciera que descansan, pero no es así. Deben pasar toda una jornada laboral recibiendo visitas de personas que disfrutan de su soledad, de las cuales nunca han recibido paga alguna. Algunos, según dicen quienes cuidan de ellos, no comen por días a causa de su “dieta”. Y aunque no tienen compromiso alguno con aquellos visitantes, a algunos les obligan a aprenderse trucos y frases para seguir generando ingresos.

La Fundación Zoológico de Barranquilla nació en los años 30 como un vivero donde la mayor atracción eran las palomas domésticas que el presidente de la Sociedad de Mejoras Públicas trajo de su casa.

Años después, este lugar se convirtió en “la ciudad de los parques”, para luego ser uno de los sitios turísticos más importantes de la ciudad.

El lugar no solo sirve como centro de entretención para los miles de visitantes diarios, sino también como un espacio de enseñanza, aprendizaje y sentido de pertenencia por el sinfín de especies que se pueden ver una vez se ingresa al recinto. Fauna y flora por montones, todos organizados de manera estratégica según el continente que habitan, la flora que los rodea o la clase en que se encuentran.

A pesar de este trágico acontecimiento con la mona, no todo es malo para los que residen en el lugar.

Al entrar, lo primero que se distingue es el rey de la fiesta, el león, quien siempre está dormido y acompañado de sus tres hembras. Muy buen mozo, no se percata de nadie más, solo se conforma con ellas tres.

 Al ir celda tras celda se aprecian animales muy curiosos: los “micos” que llevan a sus hijos en su regazo, aves de tres colores, felinos que activan su instinto de caza desde que ven a cualquier turista.

Son prisioneros, pero no hay porqué temerles. Al contrario, es inevitable no sentir una pizca de lástima por sus vidas que, aunque reciben todo, les falta lo que todos buscamos: libertad. De hecho, a algunos les falta muchísimo más.

En medio del recorrido, que siempre es sofocante por el calor que azota la ciudad se aprecia un color muy poco común en el torso de algunos de sus reclusos. Un morado vibrante que cubre grandes y -al parecer- dolorosas cicatrices de estos. Muchos están enfermos: tienen problemas auditivos, visuales, digestivos o cerebrales, los cuales aseguran ser tratados con prioridad por los veterinarios del zoológico… aunque en algunos, su apariencia no lo demuestre.

Algunos, por su buen comportamiento y relación con los visitantes, pueden caminar por todo el lugar. Eso sí, que nadie se acerque mucho porque llegan a demostrar lo salvajes que pueden ser.

Hay otros que, aunque están encerrados, son muy amables. En la finca, las vacas, cabras y burros permiten que los visitantes se acerquen e incluso les reciben cierto tipo de comida con olor a pasto fresco y cariño.

Algunas aves, irrespetuosamente o por instinto, proceden a hacer sus necesidades en frente o encima de quienes se deleitan con sus colores. Con ellos se debe de tener mucho cuidado. Aunque algunos lo consideran un acto de buena suerte, el que alguien se quite las heces fecales no es un plan muy divertido.

Quienes trabajan en el lugar aprovechan cada una de las peculiaridades de sus animales para presentarlas a su público y así entretenerlos un poco más. Afirman además que su único objetivo es cuidarlos y darles una mejor vida que, debido al cautiverio del que fueron salvados, no pueden vivir en libertad.

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