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Por Alejandro Ariza

Le era inevitable: aún después de dos décadas bebiendo a diario, Semilla nunca aprendió a retener el contenido de su estómago después de cinco tragos de aguardiente. Como ya le era costumbre los domingos, despertó a eso de las 6 am bañado en sudor y con dolor de espalda, se había quedado nuevamente dormido en el piso. Era de olfato lento, por lo que le tomó al menos un minuto sentir la peste del vómito seco esparcido a solo centímetros de su hombro derecho. Tenía sed, se levantó de prisa y fue directo al patio en busca de agua.

“Hijueputa, que dicha amanecer en mi casa, gracias al cielo” dijo mientras cruzaba la puerta trasera.

Era frecuente verlo en el mercado de Pueblo Nuevo un sábado a media noche tirado en algún bordillo sobre desperdicios de frutas y verduras incapaz de moverse por los estragos del ron, ahí lo cogía el amanecer. La situación empeoraba aquellas veces que intentaba allanar una casa o protagonizaba alguna riña, el ron le hacía hervir la sangre y “hasta compraba las peleas” decían quienes lo conocían. En el mejor de los casos terminaba en el calabozo de la policía local donde al medio día le daban libertad con la promesa de moderar su consumo de licor. Lo cierto era que Semilla era un alcohólico empedernido, hacía ya varios años que había perdido el control del trago y de su vida. Estaba atrapado. Por eso disfrutaba y agradecía al despertar encontrarse en casa pues era saber que había pasado la noche en un lugar seguro.

Lo que él llama casa es en realidad una choza cuadrada de bahareque. Todo lo que tiene es un catre para dormir, un par de viejos muebles que rescató de la basura, una maleta donde guarda la poca ropa que tiene y una mesa con su silla ambas hechas de palo. Lo demás es un reguero descomunal de enseres que ha robado en los patios de las casas ajenas pero que hasta ahora nunca ha usado y están esparcidos de manera irregular por todo el lugar. Además tiene una colección de viejas revistas de economía y literatura de todo tipo que se empeña en acumular a pesar de nunca haberlos siquiera abierto pues no sabe leer ni escribir.

La propiedad está en completa ruina pero rodeada por una vegetación exuberante que es quizá el único atractivo del lugar, se respira aire puro . Ubicada en la zona conocida como Los Naranjos, cerca al municipio de Pueblo Nuevo, se llega por el caminito de las tres marías, a 30 minutos a pie o en burro luego de la finca de los García, sus vecinos más cercanos.

El terreno que en algún tiempo fue baldío, pasó a ser invadido quince años atrás por muchas familias oriundas de San Vicente del sur, quienes luego de quedarse sin casa por las inundaciones del terrible invierno de aquel año emigraron a tierras altas en busca de un sitio donde establecerse. Encontraron una pequeña meseta fuera de los alcances del agua y lograron florecer con éxito gracias a la riqueza de la tierra que aprovecharon al máximo cultivando maíz y yuca.

Francisco Escobar y su familia se dedicaban a la agricultura como todos los demás habitantes de Los Naranjos. Su esposa Abunai Rosales era una indígena de la alta guajira que se había fugado del caserío luego de conocerse y jurarse amor eterno con Escobar. Tenían tres hijos: Luis Armando, Teobaldo y Aníbal Escobar; de 17, 14 y 9 años respectivamente quienes luego de la tragedia en San Vicente del sur tenían las ilusiones intactas para comenzar una nueva vida que les duró poco. La guerra había estallado y una tarde de agosto cuando nadie lo esperaba uno de los frentes de la oposición política exterminó de forma brutal a tres cuartas partes de la población de Los Naranjos. Los sobrevivientes que no lograron escapar, en su mayoría jóvenes y niños, fueron reclutados por el grupo guerrillero. Sin ningún familiar vivo luego de la tragedia y con tan solo 18 años Luis Armando Escobar empezó a militar en una guerra que aún hoy en día no lograba entender. Fué bautizado como alias Semilla y estuvo forzado por media década a permanecer en el frente ubicado en las serranías de Santa Rosa, un bosque seco tropical donde había mosquitos los 356 días del año y el clima cambiaba en menos de un segundo. El día que tuvo la oportunidad ejecutó el plan que había estado pensando durante meses y valiéndose de su rudeza logró escapar.

Sin destino y con una libertad que no había sentido en años decidió volver al único lugar que conocía. El paisaje de Los Naranjos no había cambiado mucho salvo de algunas nuevas fincas producto de la división y posterior venta del terreno. Se instaló en una pequeña parcela que había quedado sin propietario, construyó una casita y cultivó en la zona por varios años. A fin de mes iba a Pueblo Nuevo, la población más cercana, para vender lo que producía o cambiarlo por lo que necesitara en el momento. Pasaron los años y el mundo cambió junto con él, la vida se le volvió tan simple y aburrida que comenzó a ir más seguido al pueblo a llenar sus vacíos con ron. Tanto él como su vicio eran conocidos por toda la población quienes ya estaban acostumbrados a verlo en la esquinita de la cantina tirado en el piso sin fuerzas para levantarse. Su único amigo fue José Manuel Barrios, un comerciante a quien regularmente le pedía dinero prestado, entre 10 y 20 pesos con la promesa de devolvérselos cuando el cultivo diera. Luego de 130 pesos gastados en ron y mujeres que luego se negó a pagar, José Manuel le rompió la cara y la amistad. Se limitó a visitarlo el primer miércoles de cada mes para que Semilla saldará su deuda tal como lo había prometido pero nunca cumplido, José Manuel volvía con el burro cargado de hortalizas que Semilla le daba. Fue así como el alcohol se convirtió en su única compañía.

Aquella mañana de domingo luego de sacar agua del pozo para saciar la sed y limpiar el vómito seco, se quedó inmóvil contemplando su figura ondulante en el reflejo y recordando la noche anterior, pero no daba con los detalles sobre cómo había regresado a casa. La inquietud se apoderó de él, comenzó con un cosquilleo en el cuello y cuando el sentimiento estalló tenía la certeza de que no estaba solo en casa, había alguien observando.

Fue directo por el machete que de haber cortado a alguien lo habría matado primero de tétano antes que por la herida misma. A pesar de su edad y estilo de vida era un hombre ágil y feroz, no permitiría a ningún intruso en su casa. Desde la puerta trasera recorre con la mirada todo el lugar y no nota nada extraño. Mira sobre su hombre de vuelta el pozo, al instante en el agua se forman ondas como si algo hubiera tocado la superficie. El sudor le corre por la frente, la mano con la que sostiene el machete le tiembla y el pánico se apodera de su cuerpo. De repente las ondas desaparecen y un dos luceros amarillos parecen emerger del fondo del pozo, una sombra se dibuja e incapaz de moverse da un grito de horror por lo que está atestiguando. Una silueta masculina de dos metros de altura reposa al lado del pozo con enormes y brillantes ojos amarillos.

Incrédulo parpadea un par de veces y cuando menos lo espera tiene de frente a aquel hombre vestido de traje, con sombrero y capa en absoluto negro. Está rodeado por lo que parece ser una niebla espesa, lo que le impide ver las facciones de su rostro. Semilla reacciona e intenta correr pero sus pies parecen estar pegados al piso. Una risa demoniaca retumba en sus oídos y observa la desfigurada y sangrienta boca de aquello que hasta ese momento creía humano.

El miércoles 1ro de Octubre José Manuel Barrios despertó temprano, a las 7 am tal como se había propuesto la noche anterior. Tomó una ducha rápida, desayunó, se despidió de su esposa, ensilló el burro y partió a casa de Semilla. Disfrutaba el paseo a esa hora pues el aire era frio y puro. El camino de las tres marías siempre le había parecido alegre, con el azul del cielo, lo verde de los campos y las florecitas amarillas a lado y lado del camino de las que ocasionalmente recogía un ramo para llevárselo a Matilde, su esposa.

Una vez divisó la finca de los García supo que estaba a mitad de camino. Cuando llegó al portal de la parcela de Semilla descendió del burro y lo amarró en la cerca. Como de costumbre entró sin anunciarse y apenas cruzó el umbral el horror le quitó el aliento. El tronco sin extremidades de Semilla estaba en el centro de la habitación rodeado de un charco de sangre seca que se extendía por toda la habitación. El cadáver de su ex amigo estaba desgarrado, como si unos perros salvajes lo hubieran atacado dejando muchos de sus órganos internos del área abdominal expuestos. Además de las extremidades le habían arrancado los ojos y en su lugar le habían dejado dos carbones del fogón de leña que este tenía en el patio. Se veía hinchado, como si hubiera sido víctima de asfixia, su piel tenía aspecto de putrefacción y arrojaba un olor nauseabundo. Sus extremidades habían sido quedadas en una hoguera en el patio y ahora reposaban llenas de ampollas justo al lado del pozo.

En situación similar a Luis Armando Escobar fue encontrada esa misma mañana la familia García y en total otras 45 personas todos residente en la zona conocida como los Naranjos, terminó siendo un enigma para la población la identidad del atacante quien desmembró y torturó a todas sus víctimas. Algunos reportes de prensa mencionaron lo espeluznante de las escenas del crimen y describieron como inhumano el estado en el que fueron dejadas las víctimas. En pueblo nuevo mucho se hablaba, algunos comentaban que el acto había sido el espíritu del Negro Felipe, un ex poblador de la zona asesinado bajo tortura por la guerrilla, quien ahora cobraba venganza desde el más allá. Lo cierto es que quienes vieron a Semilla su última noche saliendo de la cantina rumbo al camino de las tres marías comentan que iba acompañado por un hombre alto y moreno.

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