Lo primero que se nota al divisar el sitio, es la agreste vegetación que crece a un costado y actúa como barrera natural entre la antigua institución y el mundo exterior. Esto, y la maraña de alambre de púas que se enreda entre las altas rejas de hierro, separan este supuesto punto de concentración espiritual del resto del barrio Los Andes.
Al entrar a cada uno de los diferentes pabellones, es necesario enfrentarse con un túnel con paredes de baldosas incrustadas de polvo, que a primera vista se pierde en la infinita oscuridad del lugar; pero que al ser recorrido, desemboca en salones corroídos por la humedad y el moho, algunos goteando del techo, llenos de mesones por los que se riega óxido desde sus esquinas.
La única fuente de luz dentro de los laberintos bordeados por congeladores fuera de servicio y tuberías inservibles son las ventanas, rotas y entreabiertas, que iluminan las columnas a medio derrumbar y las paredes marcadas con grafitis de las personas que ocasionalmente se atreven a entrar y alterar el estado de soledad casi permanente del seguro.
Es entre el olor del excremento, la basura y la humedad, que el lugar aguarda su destino, y los habitantes del sector se preguntan ¿A dónde irán a parar las almas del Seguro de Los Andes?
Equipo EL PUNTO
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