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Cosme Peñate tenía 25 años cuando la lancha que transportaba un grupo de extranjeros naufragó. Estaba en casa con su madre, acompañándola como hacía desde que sus hermanos se fueron a Venezuela. Pensaba en qué tubería arreglar en la casa de qué vecino para llevar el almuerzo del día. Los gritos de la multitud que venía corriendo a su casa lo sacaron de sus pensamientos taciturnos.

Le pidieron que ayudara a buscar a los náufragos en las playas de Puerto Colombia y él fue a colaborar. La colaboración era una de sus cualidades más destacables. Su experticia como nadador era la razón de la necesidad que tenían de él. Pidió que lo llevarán allá dónde habían visto la embarcación por última vez. Iba descalzo, en pantaloneta y sin camisa, así como siempre vestía. Llegó al mar y oró. “le pedí permiso al mar antes de entrar a buscar en los arrecifes. El mismo mar me dio permiso y me enseñó el recorrido de las olas y por ahí pude encontrar un cadáver”. Eso cuentan que dijo. Así lo escribió William Ahumada.

-“Los familiares del gringo me buscaron y me dieron una buena propina. Así la gente me encasilló en este trabajo y me buscan, donde esté, para que vaya a buscar los cuerpos.”

Ese día se convirtió en el pescador de cadáveres. Juró a Dios usar un collar por cada ahogado que rescatara. El 13 de Agosto de 2015 descansaron en su cuello 83 collares mientras él descansaba en su ataúd.

A sus 49 años era un hombre delgado, con la apariencia enferma de aquellos que han estado rehabilitados por drogadicción pero increíblemente vigoroso y atlético cuando de nadar se trataba. Media alrededor de 1,78m. Sus ojos marrones oscuros combinaban con su piel morena. Sus cabellos rizados y cortos estaban secos y opacos por aguantar el clima al que Cosme pertenecía y el poco cuidado que les tenía. Su mirada podría ser tan profunda que llegaba al alma y esto lo habría ganado con la práctica mirando al mar, tal vez tratando de mirar en sus profundidades.

La soledad enmarcaba los días de Cosme Peñate. Lo recuerdan porque muy niño iba al extremo del muelle a saltar al mar, solo, sin nadie que lo cuidara y sin necesitar a nadie para cuidarse. Dejó de vivir con su madre y se fue a vivir en una choza improvisada que construyó cerca al muelle, cerca al mar y lejos de todo lo demás. Se levantaba del suelo donde dormía y miraba al mar estrellarse con el muelle. Se volvía a acostar. Cerraba los ojos y escuchaba al mar estrellarse con el muelle. Se dormía. Miraba el mar en la tarde, en la mañana, en la noche, con el sol en la cúspide del cielo o en la línea del horizonte. Sus amigos dicen que cuando no estaba mirando al mar, estaba mirando al mar. En esas podía pasar las horas.

Pasó tanto tiempo frente a las olas que conocía el mar de memoria. Avisaba a los caseteros qué semana las olas entrarían más a la playa y qué semana no, así sabrían dónde poner sus casetas. Sabía hacia dónde buscar un cuerpo dependiendo de la dirección que estaba tomando el mar aquel día. Nadie sabe tanto del mar solo por observarlo como Cosme Peñate supo alguna vez.

Era siempre muy amable con todos pero el trato era muy superficial. Era callado y pensaba muchas más cosas de las que decía. Nadie llegó a conocer completamente el alma vieja de este hombre.

La ambición por lujos y dinero nunca hizo parte de su vida. Amaba lo que hacía, era su pasión y no quería hacer nada más. De niño quería salvar vidas y eso era lo que estaba haciendo. No quería tener compromisos que le impidieran dejar de divisar el mar. Como un “indio” lo cataloga uno de sus amigos de infancia. Un indio que no quería tener una cama, una nevera, ni una cocina. No quería un trabajo, ni ropa elegante, ni un televisor. Nada que lo comprometiera. Era a lo único que huía. Por eso dormía en el muelle o en la choza improvisada, y comía cuando podía. Por eso se casó y abandonó a su mujer, no podía seguir comprometido a quererla o acompañarla cuando él solo quería al mar. Por eso también se alejó de su hija cuando tenía tres años.

“Era un adicto buena gente”, dice Alfredo, un vecino que recuerda con rabia la adicción a las drogas que tenía Cosme. Aunque no se metía con nadie si se dañaba a sí mismo. Aunque nunca le faltó el respeto a nadie, ni siquiera al mar, sí lo hizo consigo mismo. Sus adicciones sumado al cielo descubierto con una cama de concreto llamada muelle, donde dormía, dio resultado a una tuberculosis que se transformó en cáncer y acabó con su vida. Ni siquiera lo dejó terminar la película.

La cuenta final de collares daba 83 pero fueron más los cadáveres que rescató. “Los collares tienen un ciclo”, aseguraba. Así como lo tenían las almas de sus muertos. Decía que cuando un collar se dañaba y se reventaba, o se caía por el tiempo, significaba que el alma de aquel muerto ya descansaba en paz.

Encontró piernas, brazos y troncos de cuerpos humanos encallados en la arena del muelle, o flotando cerca a su choza. Estos venían del Magdalena medio, todos esos cuerpos mutilados por grupos guerrilleros. Él los llevaba a la policía pero nunca se colgó un collar por estos restos, no podía hacer tributo al alma de alguien sin rostro.

INMORTAL

Homer Etminiani decidió hacer una película de este héroe de las playas. Se dio a la tarea de pasar con él el mayor tiempo posible para poder plasmar su realidad en el largometraje. Nada lo impresionó mas de Cosme que su relación natural con la muerte. Cuenta que un día, tomando Cosme con sus amigos en la choza cerca al muelle que él construyó, uno de sus amigos notó que había un hombre detrás de la choza, dormía ahí hace un largo rato. Decidió preguntar a Cosme quién era aquel personaje, a lo que él respondió: “Es un muerto, lo saqué esta mañana”. Al pronunciar la tercera palabra la mitad del grupo ya había salido corriendo, los otros esperaron hasta la última. Allí se acostó a dormir cuando todos se fueron.

Etminiani puso por nombre Inmortal a su película. Y así es ahora Cosme Peñate para su pueblo natal. Cosme es recordado por todos y contado como la historia del superhéroe de Puerto Colombia. Cosme es inmortal.

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