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Por: JAVIER FRANCO ALTAMAR

Con suerte, cualquier ser humano llega a sus 94 años como si fuera un acto de magia, o un golpe de asombro de la especie. A esas alturas, el cumpleaños luce como un paquete de horas extras dejado en la puerta, con la incertidumbre de que, al levantarlo, estalle dejando expuestos los desajustes de la edad. Pero Ismael Escorcia Medina ha resuelto ir en vía contraria: en su fiesta, ha vuelto a su amado ron Blanco, y baila feliz en medio de los aplausos. 

No lo hace con el zigzagueo propio del disfraz que se inventó a finales de 1953. Eso sería pedirle demasiado, pero sí avanza como en suaves patines. Lo hace al ritmo de ‘La tortuga’ de Joe Arroyo, que suena por un pequeño parlante. Y se ha lanzado a bailar por iniciativa propia, lo que basta para que varios de los invitados lo rodeen y le sigan el paso. 

No alcanza a estar recto del todo, pero luce elegante vestido de azul y con camisa a rayas. Lleva el sombrero oscuro distintivo de los últimos años, en el que resalta una aplicación alusiva a su disfraz. Bajo el sombrero, que tapa el cabello blanco, cuelga su rostro largo cubierto de arrugas y en donde sobresale la nariz de gancho.

Deben de ser como las tres de la tarde de este sábado 17 de febrero. La jornada pinta fresca, y don Ismael suelta señales de una sabrosura un tanto apaciguada, pero expresiva. Aparecen pinceladas de la segunda mitad del siglo XX, cuando ejecutaba el baile tambaleante de su Descabezado con fingida tragedia. Era imposible pasar inadvertido. Con su disfraz, él era un colosal decapitado que zigzagueaba de un extremo a otro en la ruta del desfile. Además, llevaba en alto un machete amenazante de madera , y una cabeza sostenida en la otra mano como si fuera un farol. 

Se resistía a hacerlo, pero llegó el momento de hacer un pare. Recuerda haber sentido “una tontina”, y dijo, “ya basta”. Se hizo examinar en consulta médica, y le recomendaron que reposara, que ya no estaba para ese esfuerzo descomunal. De pronto, la auténtica responsable de su longevidad sea, precisamente, su actitud de obediencia con los médicos. “Hay que respetar a los que saben”, dice. 

“Tontina” es la palabra con que él sintetiza la sensación de mareo ese sábado de Carnaval en la Vía 40, en la Batalla de Flores, principal desfile de la fiesta. Su hijo Wilfrido, de 70 años, actual exponente del disfraz, asegura que eso fue hace una década. Pero ya don Ismael venía preparado para abandonar las pistas, porque desde un poco antes, le había dejado el liderazgo a Wilfrido, quien así investido, se convirtió en Rey Momo del Carnaval en el 2009.  

“Yo dejé eso notariado, para qué nadie le pusiera problemas a Wilfrido”, dice ahora Ismael y suspira. Está sentado en su terraza, bajo los globos de cumpleaños pegados a la fachada. Luce en su trono, con varias de sus cabezas dispuestas frente a él en piso. Su propia obra le rinde tributo.

Entre carnavaleros

Una brisa leve mueve las ramas de un olivo sembrado frente a esa pequeña casa del barrio Santuario en la carrera 8. Como no hace calor, Wilfrido está luciendo una pinta satinada, azul y blanca, cruzada con su banda de Rey Momo. También, lleva la corona que lució en aquel momento como soberano de la fiesta. En una fecha como la de este sábado 17 de febrero, pero de 1930, su padre, Ismael Escorcia Medina llegó al mundo en Calamar (Bolívar). Ahora, está cumpliendo 94 años y él lo acompaña muy de cerca, También está presente un nutrido grupo de parientes, entre los que figuran los cuatro bisnietos que ya todos identifican como la cuarta generación de Descabezados. 

Poco a poco han ido llegando algunos hacedores del Carnaval, entre ellos, dos que fueron reyes momos en distintos momentos: Jairo Cáceres, en el 2011 y Fredy Cervantes, en el 2019. También estaban, entre otros, ‘Oscar De León’ (William De la Hoz), ‘Charles Chaplin’ (Carlos Amaya), ‘Cantinflas’ (Carlos Castro De la Cruz) y ‘Hugo Chávez’ (Juan Ruiz). 

Amaya es quizás el más activo de todos en este momento. Dice que está realizando un documental sobre El Descabezado y por eso lo ven realizando entrevistas a los asistentes. En cada toma, se ubica de tal manera que don Ismael aparece al fondo. Algunas veces está de pie, pero la mayor parte del tiempo está sentado recibiendo saludos, y, de vez en cuando, le dan un trago de ron Blanco desde una botella de plástico. 

Es el único licor que se permite beber el Descabezado mayor. “Los que saben” le han recomendado que no se exponga a beber cualquier cosa y él ha sido muy obediente, Además, se ha confirmado, por viva experiencia suya, que el ron Blanco es lo único que le sienta bien. Incluso, él mismo bromea con el comentario de que, si le llega a doler alguna parte del cuerpo —la que sea— basta un trago de ron Blanco para espantar la molestia. 

Como ha ocurrido en los últimos años, y como vuelve a ser evidente en su fiesta de cumpleaños, hay un compañero infaltable en esos pocos momentos de licor. Es una réplica suya, un busto elaborado por él mismo con la técnica de las cabezas de su disfraz y que funciona como una pequeña mesa de una sola pata. Allí están el vasito y la botella verde plástica donde guarda el licor. “Prefiero así. No la botella de vidrio, que, si se cae, se parte. Esta no”, explica sonreído. 

De hecho, en respeto a esta predilección de don Ismael, en su reunión de cumpleaños solo se ha brindado ron Blanco: algunas veces puro, y en otras, mezclado con refresco. Pero es algo, más bien, para paladear. Lo verdaderamente motivante es ver a don Ismael decididamente gozoso, un tanto quieto en su silla por momentos, pero aplaudiendo, o poniéndose de pie para posar con cualquiera que desee eternizarse al lado de él.

Otra vez, la historia a tres bandas

Aunque su reunión de cumpleaños tenía el propósito de verlo contento con los aplausos, las felicitaciones, el baile fugaz, la torta y el ron Blanco a la mano, don Ismael también tuvo la ocasión de hacer algo que le encanta: repetir la historia de cómo se le ocurrió ese disfraz. El turno para escucharlo fue del gestor cultural y fotógrafo caleño Ricardo Caicedo, quien vino a cubrir el Carnaval y decidió quedarse unos pocos días más para asistir al agasajo. Llevaba su cámara fotográfica con la que disparaba de vez en cuando mientras escuchaba a Escorcia.

A Caicedo, Ismael Escorcia le contó que diseñó el disfraz a finales de 1953 como una manera de juntar, en una sola expresión demoledora, tres imágenes fuertes de su memoria. La más antigua –la de su niñez–, es la de un burro sin cabeza que jamás vio, pero que cobraba vida, en forma de amenaza, cuando sus padres lo obligaban a tomarse la sopa, o le ordenaban comprar algo en la tienda. Ese animal insólito, le decían, se lo llevaría para siempre al infierno si no obedecía la orden. También le hablaban de la ‘Llorona loca’, pero esta opción no lo marcó tanto como el jumento decapitado.

La segunda imagen es la de los cadáveres mutilados que bajaban arrastrados por el río Magdalena, y que él, en su juventud, vio pasar desde la orilla desde su Calamar natal. Eran las víctimas de la violencia partidista recrudecida luego de la muerte a bala del caudillo liberal Jorge Eliécer Gaitán en 1948. La mayoría de esos cadáveres, asegura Escorcia, flotaban sin cabeza.

Y la tercera imagen es la de una escena de algún corto metraje de Los Tres Chiflados -un trío cómico de actores vigente hasta 1970- que vio de joven en un cine a cielo abierto del barrio Rebolo, uno de los más populares de Barranquilla. En ella -recuerda don Ismael-, un hombre que pierde su cabeza durante una pelea, la recoge para darse a la huida antes de que le ocurra algo peor. “Eran de esos cortos que pasaban cuando la película principal se reventaba”, le dijo don Ismael:

Según Escorcia, el asunto le venía dando vueltas en la mente, hasta que se materializó en el disfraz. “Tuve que investigar mucho”, enfatizó. Y no solo eso: le costó un trabajo enorme materializarlo porque apenas sí tenía tiempo. Para salirse con la suya, aprovechaba los espacios de almuerzo en su trabajo. En aquel entonces, él era pintor a soplete en las Empresas Públicas Municipales, entidad encargada de los servicios de acueducto, alcantarillado y aseo en la ciudad.

Para darle carne y talla a su gigante sin cabeza, Escorcia improvisó una musculatura de alambres y trapos, y se presentó así en el Carnaval de 1954. Desde un principio, la vestimenta fue elegante, en contraste con el machete de madera. En aquellos primeros años, la lengua del decapitado colgaba labios afuera. Hoy, la cabeza, elaborada en poliestireno y recubierta con papel maché, puede traer un rostro sonriente o travieso, dependiendo del personaje evocado u homenajeado en el momento.

En todo caso, la presentación completa del disfraz, acompañada en el fondo con la canción ‘El machete’ de Gabriel Romero, puede parecer insólita y absurda, pero es lo suficiente real para asustar, como si fuera la muerte misma, o un espectro que, además, dispara sangre -falsa, por supuesto- por una arteria del cuello tajado.

Mientras Dios lo permita

Wilfrido Escorcia Camargo, de 33 años, ingeniero de sistemas e hijo mayor de Wilfrido Escorcia Salas, está comprometido ya a llevar el estandarte y mantener la tradición si Dios se lo permite. Es la tercera generación viva, garantizada y andante. “Yo tengo toda la voluntad de hacerlo y lo estoy haciendo desde ya. No voy a permitir que se pierda una tradición por la que mi abuelo y mi papá se han jodido tanto. Ahora: yo tengo esa disposición, pero el que decide es el de arriba”, dice apuntando el cielo con un dedo.

Por ahora -y espera hacerlo por muchas décadas más- acompaña a su padre en todas las presentaciones, y ha asumido el discurso de lo que el Descabezado representa, explicando, al detalle, lo mismo que se escucha cuando don Ismael o su hijo Wilfrido exponen en cada entrevista. Tiene la mirada y vivaz y la corpulencia de un jugador de fútbol americano, pero con todo y que eso pueda parecer una ventaja para portar el disfraz como lo consigue él, también es consciente de que algo debe hacerse para volverlo más fresco, más manejable, más portable y llevadero.

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“94 años no se cumplen todos los días y es un orgullo para nosotros”
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“No es fácil llegar a esa edad , y menos con ese vigor de mi abuelo”

Porque no son los tiempos de don Ismael, cuando por la ciudad se podía andar de saco y corbata incluso en época de Carnaval. Wilfrido padre confiesa que esa la parte más dura del asunto: andar dentro de todo ese entramado sudando 10 veces más que el resto de la gente. Wilfrido hijo considera que ese es uno de los principales desafíos: ventilar mejor el disfraz.

“Y no se trata de modificarlo para nada en su apariencia, sino de hacerle alguna adaptación. Sobre eso he estado conversando con gente de la Escuela de Bellas Artes. Y también hay que ver la manera de poder transportarlo por secciones y ensamblarlo al momento de cada presentación. Son adaptaciones que, para nada, deben alterar la presencia del disfraz. Tiene que seguir luciendo como luce. Eso sí”, asegura Escorcia Camargo.

Él es padre de dos niños: Wilfrido Andrés e Ismael Santiago Escorcia Ramírez. Su hermana Gloria Elena -que lleva en los desfiles un disfraz de monstruo-es la madre de Rafael José, de 7 años; y María Fernanda Toro Escorcia, de 3. Esos cuatro bisnietos de don Ismael son la cuarta generación del disfraz, y cada cual, a su manera, participa en los desfiles, ya sea con indumentaria plena de Descabezado, adaptadas a sus estaturas, o con una simulación. Como apenas tiene nueve meses de nacido, el segundo Ismael Escorcia lucirá su propia indumentaria el año próximo. Pero ya Wilfrido Andrés, de 9 años, lleva la mayor parte de su edad enfundado en el disfraz.

Lo dice el viejo refrán

Uno de los asuntos más complicados ha sido recrear la habilidad de don Ismael Escorcia para elaborar el disfraz. A él le toca manejar pinzas, doblar alambres para tejer con ellos, cortar espuma y varias otras cosas más. Hasta hace realmente poco, don Ismael mismo asumía todo eso, con muy poca fortuna con sus eventuales discípulos. Pero su hijo Wilfrido ya tomó un curso de Artes Plásticas y Escultura en la Escuela Distrital de Artes y ha empezado a asumir el rol de artesano. La idea es que el Descabezado mayor se despreocupe de eso por completo.

En todo caso, cada cosa trae su afán y se trata de disfrutar de la presencia de “el viejo” -como Wilfrido le dice con cariño- hasta donde Dios lo permita. “‘¿Cómo ves al viejo?”, me pregunta. “En magnífica forma y disposición”, le respondo. A mi lado está Jairo Cáceres.

– ¿Tú te imaginas a esa misma edad y con esa misma energía? -le pregunto a Cáceres.

-No creo que llegue. La gente como él está hecha de otro material. La alimentación de ellos fue muy distinta. La de nosotros es de puro químico-, responde.

Más adelante le preguntaré al propio Ismael en qué consiste su dieta diaria.

-No tengo ninguna especial. Todos los días, me dicen: Papá, voy a hacer esto, y yo les digo: háganlo. Nada me cae mal. Me examinan, y todo me funciona bien. Mi azúcar y mi presión no tienen problemas. Pero, lo importante, creo yo, es cuidarse. Y respetar lo que dicen los médicos y los terapeutas. A mí me gusta respetarlos. Por algo, han leído. Vea: eso es así de sencillo: para vivir, hay que saber vivir. No vivir por vivir.

Le pregunto qué siente en este momento, cuando a cada día se manifiesta todo lo que él ha logrado con su disfraz, y con la garantía evidente de que su sombra se prolongará con su hijo, su nieto y sus cuatro bisnietos, por ahora.

-Es un orgullo tremendo para mí y para mi familia-dice con su voz pausada y con sonrisa leve-. Porque yo no pensé jamás que mediante ese disfraz iba a tener la fuerza popular que vengo teniendo, no solo local, sino departamental y nacional. Y hasta internacional, porque me han contado que han visto el disfraz en Estados Unidos, en Ecuador y Venezuela. De allá, me llegan noticias.

Es una charla rápida. No quiero aturdirlo ni abusar de su disposición. Además, es hora de la sopa de mondongo, Mientras él se toma su vaso, yo me voy con el mío al otro extremo del escenario, más cerca de la calle. De repente, cuando ya mi vaso es historia, lo veo de pie a él en la reja de entrada, Es evidente que camina hacia mí, pues va pidiendo permiso. Cuando lo tengo enfrente, se agacha un poquito.

-Disculpe: ¿usted usa teléfono celular?

-Sí.

– ¿Lo tiene a la mano?

-Aquí está-. Se lo enseño. Llego a suponer que quiere alguna foto con alguien, no sé…

-Es que por aquí pasa mucha gente irrespetuosa. No viven por aquí, pero no respetan ni a la mamá. No vaya a ser que se lo roben. A una señora de la vuelta, la dejaron en la calle. Le robaron hasta la cédula. Es mejor ser precavido.

Me guardo el aparato en el bolsillo y le doy las gracias. El que no oye consejos no llega a viejo, dice el refrán. Y quizás no haya mejor consejero que don Ismael.

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Comunicador social-periodista (1986), Magíster en Comunicación (2010), con 34 años de experiencia periodística, 24 de ellos como redactor de planta del diario El Tiempo (y ADN), en Barranquilla (Colombia). Docente de Periodismo en el programa de Comunicación Social (Universidad del Norte) desde 2002.

jfranco@uninorte.edu.co