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La escena con que prefiero echar a andar un retrato sobre Carlos Capella es esa donde él luce como un muñeco de trapo gigante tirado, de cualquier manera, en el cojín de copiloto de una camioneta institucional del Ministerio de Transporte. 

Nos habían asignado a ambos la inauguración de un peaje tipo nave espacial, con su estación de peaje en Marialabaja (Bolívar), y nos estábamos ubicando en el vehículo que nos llevaría hasta allá desde Barranquilla. Eran finales del siglo pasado, cuando trabajar en el diario El Tiempo era una película de pura sangre.  

La escena quizás se entiende si le agregamos el detalle de que la noche anterior, ‘El coloso que pinta con la luz’ -así lo saludo- estuvo en una celebración familiar y casi no le había dado tiempo de dormir. La madrugada todavía estaba viva y el viaje era largo. Carlos, un tanto malhumorado, y con Morfeo haciéndole mofa, se dejó aconsejar y se tumbó desparramado en el asiento. Yo le dije: “Ya te veré allá en Marialabaja absolutamente feliz y tomando las mismas fotografías de siempre de primera plana”. 

Y así ocurrió: para cualquiera puede ser angustiante ver a un tipo de casi dos metros de estatura, y de un poco más de cien kilos, tirado de pecho en el asfalto enfocando hasta las piedras. Para mí no, pues era lo que había vaticinado. Mientras yo trataba de hacer mis mejores entrevistas y tomaba apuntes tratando de parecer un periodista decente, Capella se zambullía a cada rato y danzaba por el escenario disparando su cámara. Estaba feliz, gozando de una tarea en la que todavía nadie lo supera en la región Caribe. 

No cuento los detalles del regreso, porque, junto con el conductor asignado por el Instituto de Vías, montamos un trío de anécdotas, y me atrevo a asegurar que más de un campesino de la ruta se despertó con el vozarrón de tormenta de Capella, o con sus carcajadas capaces de frenar en seco a un tigre. Pero fue sensacional. Para ser sinceros: con solo escuchar su monólogo feroz, teníamos para divertirnos por horas. 

Así es Carlos: un sensacional ser humano que pasa de un estado de ánimo a otro, pero que permanece en el más agradable de ellos la mayor parte del tiempo. Y si se enfada en un momento sorpresivo, hasta natural nos parece porque sus cámaras y objetivos son sus juguetes, su trabajo es diversión pura, y a nadie le gusta que lo estén jodiendo cuando lo que quiere es gozarse su oficio. Su placer. Mejor dicho: su manera de jugar. 

Porque pese a que luce como un luchador de sumo, Carlos Capella es un niño saltarín y de lágrima fácil. Todos lo vimos esa mañana de jueves. Apareció cuando le estaban dando el reconocimiento a sus cuatro décadas de reportería gráfica magistral en el Carnaval de Barranquilla, ‘Vida y Obra’. No recuerdo ningún antecedente más emocionante: vestido de traje entero, con su imponente figura incapaz de pasar inadvertida, Carlos abandonó su vozarrón estruendoso y trató de hablar con unas palabras pringadas de llanto. 

No era para menos: unos minutos antes, habían proyectado un video donde algunos de sus amigos –no todos los que lo queremos, pues el fin de semana entero no hubiese alcanzado para ponernos uno tras otro-. Donde algunos de sus amigos, insisto, trataron de resumir el significado de Capella para cada uno de ellos. Por supuesto que se quedaron cortos, porque lo que se puede decir sobre él sobrepasa su colosal figura. 

Entre la directora del Carnaval, Sandra Gómez; y la reina del 2024, Melissa Cure, le entregaron su diploma, le pusieron un colorido turbante de congo, y le dieron un micrófono. Su discurso, cargado de agradecimientos y palabras húmedas, fue un recorrido por el amor que siente por los suyos, por sus parientes más cercanos, por sus amigos, y por esa profesión que escogió y en la que es mejor que nadie. “Ni él mismo se cree que es un maestro”, había dicho el gran Estéwil Quesada, ‘La Biblia del boxeo” en el video de fondo. 

Yo creo que, hasta el operario del café tinto, en cuya indumentaria no solo están el chalequito oscuro y el corbatín de hélice, sino la cara de piedra, lloró en el fondo del salón. No era momento de simular. Josefa Márquez, compañera y cómplice de Carlos Javier de La Candelaria Bello en más del 80 por ciento de su vida, tenía los ojos rojos, encendidos y brillantes. Carlos Arturo, el hijo mayor del coloso, estaba en la silla de al lado simulando rigor expresivo. 

Sigo creyendo que nadie pinta mejor con la luz que Carlos Capella; pero ahora he quedado convencido de que nadie habla mejor que él. 

JAVIER FRANCO ALTAMAR 

Marzo 22 de 2024 

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Comunicador social-periodista (1986), Magíster en Comunicación (2010), con 34 años de experiencia periodística, 24 de ellos como redactor de planta del diario El Tiempo (y ADN), en Barranquilla (Colombia). Docente de Periodismo en el programa de Comunicación Social (Universidad del Norte) desde 2002.

jfranco@uninorte.edu.co