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Por: Daniel Martínez Benítez

Segunda entrega del cuento “Ficciones de un edificio delirante”.

Torre 5, apartamento 602.

Peludo, alto. Casi un caballero pero le faltaba la contemplación en el azul de un palacio solitario.  Rara vez abría la boca, pero si lo hacía vociferaba sonidos alarmantes con cadencia de alcohólico vomitando. De vez en cuando la abría para morder, asegura Mónica desde el otro lado de la reja, la esposa. Se la pasa en la cama, por eso a ella le molesta. Tiene el cuerpo y la boca rara. Ana la hija tiene una cara linda encima de unas paticas muy propias. No le gusta que el papá la bese pero sí que la abrace aunque nunca lo hace, apenas le ladra. Es un buen tipo pero casi nunca le dicen así. Él sí se refiere a sí mismo de esa manera cuando escribe. Escribe sobre amor. Escribe sobre poligamia más que todo. Es bastante autobiográfico lo que produce. Odia la ciencia ficción porque “nunca podría pilotar una nave espacial”. Le encanta pasear por las tardes y cagarse en las esquinas: eso no podría hacerlo en la Luna o Marte.

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El papá le decía a Ana que esos aparatos no los terminan de inventar. Por lo menos una vez cada dos o tres meses el ascensor de la torre cinco falla: los que lo arreglan son judíos. Es la cuarta vez que cuenta los escalones desde el primer piso hasta el sexto. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez…

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…ciento dieciséis, ciento diecisiete. Cada apartamento es un mundo, el 601, el 602, el 603, y el 604 son universos. Son solo cuatro y no más entre trescientos cincuenta y dos. Algunos hablan de sincronismos, otros de coincidencias. Esta cuatriada no es fruto de ninguna. Puede que el mundo sea azaroso, pero no así de azaroso. Aceptar la azarosidad no es fácil y mucho menos vivirla. Algunos (todos) recurren a la iconodulia: no hay diferencia entre un mesías, una modelo, un deportista, o un carro caro. A la hija de los que viven en el 602 ya la graduaron: de navidad le regalaron un carro a baterías en el que se mete, y por las tardes, maneja en el parqueadero del conjunto: creen en la muerte del simbolismo en la realidad, que el mundo no está fundado sobre lo simbólico, por eso a los niños les regalan un carro a baterías y una tablet cuando se aburren del primero. En ese momento la niña se da cuenta que una vida documentada vale más que una vida vivida: maneja el carro y graba con su aparato videos que nunca va a ver.

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Lucifer no tiene juguetes, más bien, Bello no le compra juguetes. Según él, los dueños de mascotas no les compran juguetes a ellas, se compran juguetes a sí mismos para que sean usados por los animales. Tatiana le dijo que quería otra gata: Lora. Una que le hiciera compañía a Lucifer. Bello salía a trabajar antes de ocho, Tatiana a las siete treinta. Él sabía que era mentira: a Lucifer no le importaba si estaba sola o acompañada después de que tuviera comida y agua, Tatiana inconscientemente quería otra gata más jóven, más inquieta, que no esté dormida a las cinco de la mañana cuando se despierte y vaya a hacer el café. Si le conseguía otra gata, lo siguiente serían juguetes, sin importar que para ellas todo sería un juguete. Con Lucifer ya hay suficientes animales en el apartamento.

¿Qué tal un niño con síndrome de Down? A él no habría que comprarle juguetes mintiéndose a sí mismo, él los pediría. También habría que esperarlo, pero le haría compañía a Lucifer. Quizá sea inquieto aunque he escuchado que hablan tarde, caminan tarde, se despiertan a destiempo y no opinan mucho; el problema de la opinión se arregla: la mayoría de veces se da porque los descartan sin escucharlos. Bello divaga, ¿uno con un retraso distinto? Hay que mirar cuándo son las jornadas de adopción

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La gente dice los animales, y se ponen por encima de ellos. La gente no se percata del espacio donde está. Entran a una habitación y cuando salen, no saben si había ventanas, de qué color eran las baldosas o si había alfombra, tampoco se acuerdan de una de las caras. Mantienen el cuello doblado, los ojos clavados en píxeles verdes, azules, y rojos que juran es una imagen erótica. Bello espera el día que Lucifer hable y le diga cuánto odia que el sofá esté frente a la pared y no frente a la ventana, o que el estante de libros ya no la deja saltar de la mesa plástica al escritorio; se cansa de esperar: mueve el sofá y fuma frente al mar; como el estante es modular, lo desmonta, dejándolo de la mitad de alto. Suena el teléfono fijo. “¿Lo tiro por la ventana?”, se pregunta en voz baja: se asegura que, de hecho, él es el que pregunta. Lo quita de la base y le saca la batería, desconecta la base de la pared: así no vuelve a sonar.

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Torre 5, apartamento 601.

Medita mucho y no es que hable por montones. Ve a su amigo David cuando puede. Si uno de sus clientes lo llama al teléfono y le dice cuándo y dónde necesita encontrarse con él, cuelga, no dice si irá o no, después decide.

De vez en cuando va a las citas. Después de todo, con un trabajo como el que tiene, cada contrato le da para vivir un mes, a veces más (en la costa la vida es barata). Tiene buen tiempo libre. Si llega a una de las citas, el cliente paga la mitad por adelantado, incluso antes de empezar a hablar. En su tiempo libre piensa. El cliente sabe que en cualquier momento se va si no está de acuerdo con lo que está diciendo. Ni mujeres ni niños: esas son sus palabras favoritas y las murmura cada vez que el cliente sugiere algo indecoroso.

Viste con colores oscuros y vive solo con su mascota, los colores oscuros son más fáciles de lavar: lava su propia ropa, no pretende complicarse. Hoy tiene trabajo y no sabe si vuelva a casa. El gato tiene un mes de comida. Le dejó una carta a la vecina diciéndole que si mañana a mediodía no ha vuelto puede disponer de todo lo que hay dentro del apartamento con la condición que quiera a Oreja, que lo alimente bien, que lo acaricie de vez en cuando, que no le ponga una de esas campanas en el cuello (el sonido lo asusta), y que lo lleve al veterinario de vez en cuando.

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Ascaris sube al ascensor del edificio donde vive, acababa de terminar un encargo. Había sido una mañana dura, llena de alaridos sofocados. Pretendía entrar a su apartamento, darse un baño, acostarse a descansar y no hacer más. Entra a su apartamento en un sexto piso, Oreja le recibe y encuentra a su amigo David borracho, sentado en el sofá, abusando de los privilegios de tener la llave extra se ríe solo.

Tu mujer me la para.

Lo sé querido amigo, lo sé. A veces miro a Oreja con esos mismos ojos, incluso he pensado en cambiarlos.

Oreja es más suave, no monta cantaleta, y siempre está cuando llego.

Oreja no me haría tan feliz.

Me ha hecho feliz desde que lo tengo, nunca peleamos. A veces daña sillones o cortinas, pero es que en las relaciones no todo es amor.

¿Cuánto costó? Seguro un montón. Es de buena raza, tiene el pelo brillante.

Ascaris va a la cocina, se sirve leche en un vaso y lo toma de un trago.

¡Sírveme otro whisky!, le grita David desde la sala. Quiero acabarlo de una vez. Si es por ti, se pudre.

Ascaris regresa a la sala y mientras se sienta en el sofá, le entrega el vaso a David.

Llegó hace seis años, no salí a buscarlo. ¿Cuánto costó la tuya?

Al principio una que otra cena con vino costoso en un restaurante, unos vinos de primera, eso sí. Desde ahí no me acuerdo, pero siempre bastante.

¿Sí ves? Por eso me quedo con Oreja.

*

Una cosa es tomar una vida, otra completamente diferente es robar. Alguien trabajó al mejor estilo de un oprimido y compró lo que piensas robarle; la vida es resultado de un polvo.”

Ayer David hizo un comentario: su esposa con quien ha estado por más de nueve años, el otro mes iba a ser su décimo aniversario le dijo que estaba aburrida de él, que estaba reconsiderando seguir con él.

David no tomó una decisión sin antes pensar en nuestras conversaciones.

A fin de cuentas, luego de pensarlo por un tiempo prudente, dejó la casa intacta y sacó sus cosas. No cogió nada que su esposa compró. Sopló el polvo.

*

Un tinto, por favor.

¿De 300 o de 500?, responde Romeo.

De 500. Anoche no lo vi.

Romeo Cabrera llevaba unos ocho años parqueando su carrito en el mismo lugar. Llegaba a eso de las nueve-nueve y media de la noche. Era él quien hacía que la marea de gente, carros, motos, perros callejeros, tombos y todo el que pasaba por la atestada calle en la que siempre es hora pico, se detuviera, al menos treinta segundos a comprar un chicle. Termina de revolver el café y le estira el brazo a David.

Tome. ¿Una historia?

Sí, una de esas que debe escuchar o ver aquí todas las noches.

Bueno, bueno, pero no me la contaron, ya, me pasó.

Ajá.

Aquí cerca, pasando la 51, entre la 52 y la 53, al lado de Nona, frente al parqueadero 24 horas que hay ahí, ¿sí?, ¿te ubicas?

Ajá, ajá.

Bueno, ahí queda el edificio Las Tres Romas. Son tres torres, pero viejas. Eran blancas, ya son grises, la pintura no les coge. ¡Es más!, si hasta hace un año intentaron pintarlas por última vez, les echaron una capa de cemento a ver si la pintura agarraba, pero nada, loco, la pintura se cayó, igual que las veces anteriores, y le siguió el cemento.

Ajá.

Hace como, no sé, 18, 19 años, un man tiró al cacho de la azotea de la torre 1, la que está  más cerca a la calle. Dicen que porque la mujer del tipo se enteró. Pasó como a las seis de la mañana, ya, cuando iba de regreso a mi casa. Eso no es nada. Como iba pasando, lo vi todo. La vieja cae, primero pegan los pies en la calle, después la cadera en el filo del andén, y lo último que suena es la cabeza contra el cemento de la acera. ¡Pbá!, un solo golpe seco. Digo yo, ajá tú sabe, que como ella cuando cae no pega toda de una contra el piso, si no por partes, eso fue lo que no la mató de una vez, ya. La vieja estaba loca, con los ojos abiertos de par en par, respirando a bocanadas: como si se ahogara en el andén. Lo primero que hizo fue intentar pararse, o eso pareció; pero qué va, nada más pudo levantar la cabeza, y con los brazos no pudo, no pudo. Ahí es cuando empieza lo feo. Empieza a gritar y…

Aguante, aguante. Taxi!

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